Se suele creer (fue una de las convicciones que creció luego del octubre del 19 y una de las ideas que esparció el Presidente Boric) que la tarea básica y fundamental del político y del Estado es la justicia, alcanzar la igualdad o algo que se le asemeje, en la distribución de las oportunidades y los recursos.
Y hasta cierto punto es verdad. Un mundo que satisfaga algún ideal de justicia (hay varios de estos últimos) es mejor que uno que los desconozca. Sin duda. Pero para que eso ocurra hay una condición previa, una conditio sine qua non, una circunstancia sin la cual ninguna justicia y ninguna libertad, ni siquiera la más modesta, es posible: la producción de orden, la exclusión de la violencia ejercida por particulares, la desaparición del miedo al otro.
Sin embargo, hay quienes creen (es el caso de los adolescentes, y la esfera pública chilena por momentos estuvo anegada de ellos) que la libertad aparece cuando las instituciones se retiran, y que el mundo puede ser más justo si no hay reglas, como si una paloma (el ejemplo es de Kant) estuviera convencida de que el aire que la sostiene es lo que le impide volar más rápido. Se trata de una fantasía —la fantasía de la desaparición podría llamársela—, una forma casi patológica del buenismo: la creencia de que los seres humanos están naturalmente dispuestos al diálogo y la cooperación, de manera que basta tender las manos para que ella ocurra o la mera apelación a la voluntad para que las personas se comporten respetando al prójimo. Para este punto de vista, quien ayer hablaba de orden era, y todavía lo es en algunos sectores, un conservador, un recalcitrante, un obstinado que se opone a todo cambio y mejora. Incluso (alterando una expresión ilustre) se empleó la expresión “partido del orden” para denostar a quienes se declaraban preocupados de las reglas y la estabilidad.
Y el resultado está a la vista.
Hoy día (y como consecuencia de lo que ellos mismos en cierta medida esparcieron) quienes ejercen cargos de autoridad no se atreven del todo a imponer las reglas, o postergan el momento de hacerlo como si se tratara de algo incómodo que es mejor evitar y se muestran renuentes a aplicar en la medida justa la coacción, o apoyar decididamente a quienes la administran, como si hacer uso de la fuerza para impedir que la ley se quebrante fuera un defecto de la vida social, un pecado que es necesario evitar lo más posible, olvidando que cuando el Estado no cumple ese papel no es que la violencia disminuya, sino que ella acaba enseñoreándose de la vida social, especialmente de los barrios y los sectores populares donde viven esas mayorías que en los últimos treinta años han mejorado su vida y ahora la ven empeorar no como consecuencia de sus actos o su falta de esfuerzo, sino como resultado de la lenidad o la impericia o la incapacidad o la ineptitud de quienes deben crear las condiciones para que la seguridad exista.
En Chile es imprescindible recuperar —todavía hay tiempo, desde luego— el sentido y el valor del orden que es, vale la pena repetirlo una y otra vez en estos tiempos de simplismo y adolescencia, el requisito indispensable de la libertad y la condición inexcusable para que algún ideal de justicia pueda ser realizado.
Y alcanzar ese sentido del orden es una tarea cultural, por supuesto; pero sobre todo una tarea estatal, lo que supone tener la disposición a emplear la fuerza para que paradójicamente la fuerza desaparezca de las relaciones sociales. Administrar la homeopatía de la fuerza es por eso una de las tareas fundamentales de quienes tienen a su cargo el Estado. El gobernante es un homeópata, el homeópata de la violencia: la administra en pequeñas dosis para amagar las grandes. Y la disposición a ejecutar esa tarea es uno de sus deberes principales. Si ella no se ejecuta con eficiencia —y si los balazos en los barrios continúan, las culturas criminales siguen expandiéndose, los asaltos realizándose, el desprecio a la policía practicándose—, el miedo al otro se incrementará hasta hacerse intolerable para los más débiles y la legitimidad del Estado y de quienes lo manejan se disipará.
Es verdad que las causas de la inseguridad son múltiples y de vieja data. Es cierto. Pero también es verdad que desde octubre del 19, e incluso desde antes, el orden tuvo mala prensa y su lugar lo ocupó el discurso de la justicia y la igualdad. Muchos de quienes hoy están en el Estado se obnubilaron con el papel autoasignado de redentores, con la misión de redimir a la gente del abuso y la injusticia, y así olvidaron que antes que la justicia —o mejor, que una condición previa para alcanzarla— es espantar la violencia de la vida cotidiana de la gente.
Pero, claro, para hacer eso se requiere abandonar el papel de redentor, dejar de lado la tontería de que el Gobierno se habita y, en cambio, caer en la cuenta de que se ejerce.