A veces empleamos un lenguaje formal. En otras ocasiones, en cambio, acudimos al habla coloquial. Lo dicho vale también para la manera de vestirse: una persona criteriosa no acude a una recepción en la embajada británica con la misma ropa que utiliza en un día de campo. Además de las anteriores, también existen otras manifestaciones del lenguaje hablado. Una de ellas son los insultos; otra, el habla directamente obscena.
La gente educada emplea las dos primeras formas de expresión, según el contexto, y reserva los insultos para casos muy excepcionales, esos donde podemos decir que el destinatario los merece. Usar los insultos como si fueran palabras comunes y corrientes es un síntoma de vulgaridad. Por último, una persona educada nunca emplea el lenguaje obsceno.
Parece claro que el lenguaje que usamos influye en el modo en que convivimos. Las formas importan y las palabras tienen consecuencias. Si nuestro vecino trata a su pareja a garabatos, tendrá una barrera menos, y esa falta de autocontrol puede facilitar que un día la golpee.
El episodio de la filtración de unas conversaciones inapropiadas –vulgares, para ser más precisos– en el Ministerio de Relaciones Exteriores nos corrobora algo que todos sabíamos: nuestro gobierno tiene serios problemas con el manejo de las formas políticas.
Estas dificultades tienen lugar en dos planos. El primero consiste en no distinguir entre las maneras formales y las coloquiales de expresión. Se ve muy claro, por ejemplo, en las vestimentas de muchos asesores. Como probablemente piensan que la comodidad es el principio supremo de la vida, deambulan por La Moneda como si estuvieran en un camping. Aquí también influye su afán por mostrarse distintos, la necesidad de afirmar la propia personalidad rompiendo las reglas propias del mundo de los mayores. Se trata de un rasgo del que participan todas las generaciones, normalmente durante la adolescencia, aunque en este caso adquiere un carácter político.
Además, varios de nuestros gobernantes tienen otro problema: como hemos visto en el episodio de las grabaciones, ellos trivializan el lenguaje vulgar, el garabato. Esto no es lo mismo que el habla coloquial. Uno puede tener gran confianza con sus amigos, pero no por eso actuará como si estuviera afectado por la coprolalia y se hallara condenado a una permanente vulgaridad.
Me dirán que estoy atribuyendo al frenteamplismo un rasgo de época, que en realidad se da en todos los sectores políticos y sociales. Es verdad; sin embargo, no todo el mundo está en La Moneda o en el Ministerio de Relaciones Exteriores. Uno no puede pretender asumir cargos sin entender, al mismo tiempo, que ellos envuelven cierta lógica y engendran determinadas responsabilidades. Imaginar que los cargos son realidades completamente moldeables y que uno puede hacer con ellos lo que quiere puede ser una curiosa manifestación de narcisismo político.
Lo más práctico, en suma, es ser una persona bien educada, que se expresa con corrección de los demás, incluso cuando no están presentes; alguien que habla en privado de un modo que no lo avergonzaría si sus dichos se hicieran públicos. Pero si uno no quiere comportarse de esa manera, entonces tendrá que evitar a toda costa las filtraciones o los micrófonos abiertos. Si no hace ni una cosa ni la otra, entonces, que no se sorprenda si pasa continuos desagrados.
Así, no es casual que sea precisamente en el campo de las relaciones exteriores donde más se notan los desaciertos gubernativos. Todos nos equivocamos en la vida; sin embargo, la gente que desprecia las formas fallará constantemente allí donde ellas importan especialmente. Resulta obvio que si soy malo para las matemáticas no podré ser buen ingeniero. Las relaciones entre países exigen de manera muy especial ciertas habilidades, pero nuestras autoridades frenteamplistas carecen de ellas y, lo que es peor, las desprecian. Los episodios del último tiempo no constituyen una casualidad, sino una consecuencia necesaria de un modo de entender al individuo y la vida en sociedad. Aunque parezca paradójico, el mundo frenteamplista está impregnado de individualismo, y por eso es tan insensible a cualquier lógica que sea distinta de la propia. En este contexto, los conflictos se tornan inevitables.
Las formas no son meros formalismos. Ellas constituyen ciertas reglas que permiten alcanzar un nivel mínimo en este juego en que consiste la vida social. Son cambiantes, pero eso no significa que sean caprichosas; evolucionan, si bien de manera gradual. Tal como sería absurdo llamar “evolución del lenguaje” a las meras faltas de ortografía, no corresponde denominar “desprolijidades” a las cosas mal hechas o a la simple carencia de buen gusto.
De más está decir que las formas no se agotan en el lenguaje o la vestimenta. También la vida republicana supone ciertas formas. Ellas incluyen el respeto por los procedimientos institucionales, el saber distinguir, por ejemplo, entre lo que es propio de un régimen parlamentario y aquello que es inaceptable en un sistema presidencial. Así, abusar de las acusaciones constitucionales –que deben reservarse para casos de carácter muy excepcional– es también una falta de respeto de las formas que enrarece nuestra convivencia. Al parecer, nuestras izquierdas y derechas necesitan un poco de estética política.