¿Hizo bien el Presidente Boric al referirse a las protestas en Perú, acusando represión de las fuerzas policiales contra los ciudadanos, los mismos a quienes, según dijo, ellas debían proteger?
La mayor parte de quienes han comentado el incidente, comenzando, como era obvio, por la Cancillería peruana, consideraron que no, que esa declaración equivalía a entrometerse en un gobierno ajeno. Y bien mirado parece que es así. Si Chile se quejó de las declaraciones del embajador Bielsa, ¿cómo Perú no podría quejarse de lo que el Presidente dijo, más grave y terminante, desde luego, que las declaraciones del embajador Bielsa, quien, después de todo, aligeró lo que dijo con algunas gotas de ironía?
Y siendo así, si el discurso redactado era obviamente inaceptable (juzgado bajo los mismos parámetros que se aplicaron al embajador argentino), ¿por qué el Presidente Gabriel Boric, un hombre inteligente que sabía lo que deletreaba, se decidió a leerlo en la Celac?
La explicación se encuentra en la escena originaria.
Lo que ocurre es que el Presidente Boric se constituyó como figura política a partir de la protesta. Su liderazgo; la idea que él tiene de sí mismo; las fantasías de heroísmo que en ocasiones lo han de invadir; los recuerdos que atesora como si fueran un ejemplo; la reminiscencia que como una ensoñación ha de consolarlo en los malos momentos; el apoyo emocional que su memoria debe buscar cuando se siente incomprendido, están todas relacionadas con la protesta callejera que en su caso podría ser llamada la escena originaria, en torno a la cual él se erigió como figura política. Y al ver lo que ocurre en Lima —miles de personas migrando para protestar en la capital, exponiéndose a la represión policial—, esa escena originaria, alrededor de la cual dibujó su propia identidad política, renace, lo invade y entonces él olvida que es un jefe de Estado.
En otras palabras, al ver lo que ocurre en el Perú (no muy distinto, sea de paso, a lo que ocurrió en Chile el año 2019: modernización material, debilidad institucional y brote de insatisfacción) han de inundar al Presidente las emociones. Y entonces su escena originaria retorna. Y puesto a escoger entre las autoridades empeñadas en restablecer el orden como un paso indispensable para que existan instituciones, por un lado, y esos miles de personas que mediante diversos medios, casi siempre violentos, reclaman y se vuelven contra las instituciones, por el otro, la memoria emotiva del Presidente, allí donde habita la escena que constituye su identidad, retorna.
Y entonces, el Presidente se pone, involuntariamente, contra sí mismo.
Porque ocurre que el Presidente es jefe de Estado y como tal, está obligado a reprimir su subjetividad y, en cambio, a respetar reglas y atender a relaciones que, sin duda, en el largo plazo lo excederán. Y en tanto jefe de Estado, él debería comprender mejor que nadie que serlo equivale a disponer del monopolio de la fuerza y en ocasiones (ocasiones de la índole que ha debido enfrentar la Presidenta del Perú, como antes debió hacerlo el presidente Piñera), disponerse a usarlo con los costos que ello supone, ¿o habrá que citar de nuevo a Weber, quien por su parte recuerda a Maquiavelo, con eso de que quien maneja el Estado debe estar dispuesto a condenar su alma?
Pero el Presidente parece que malentendió eso de “habitar la presidencia” (un concepto que debió ser tomado de Gaston Bachelard, aunque se le mal emplea) y quizá creyó que había ocasiones en que —al modo en que se abandona la casa habitación cuando se viaja— él puede sin mayores dificultades retomar de vez en cuando el papel de dirigente estudiantil, aleccionar a la audiencia proclamando meros principios y refugiarse sin más en la escena originaria.
Es como si el Presidente —ya ha ocurrido otra vez— frente a una audiencia externa recuperara su papel de conductor estudiantil preocupado, ante todo, de despertar el entusiasmo o la aprobación de quienes lo escuchan, por la vía sencilla de subrayar conceptos que ponen en paréntesis la realidad. Y eso es exactamente lo que ha ocurrido en Celac: el Presidente Gabriel Boric subrayó el respeto por los derechos humanos, olvidando del todo que las masas que protestan en Lima intentan imponer su voluntad mediante la violencia y desconocen las instituciones, motivo por el cual el Presidente Gabriel Boric haría bien si formulara para sí mismo la pregunta que Raymond Aron solía aconsejar a quienes criticaban el manejo del Estado: ¿Y qué haría yo en su lugar?