Cuando me aprestaba a escribir esta columna, me enteré que desde el 23 de enero de 1954 se conmemora el Día Internacional de la Libertad, según leí casualmente en la web. Se instituyó para recordar la acción resuelta de 22 mil prisioneros pertenecientes a los ejércitos de la República Popular de China y de Corea del Norte, después de concluida la Guerra de Corea (1950-1953, en contexto Guerra Fría), soldados que se negaron a reintegrarse a sus países y aceptaron el amparo de la República de Taiwán. Es el triunfo de la libertad sobre la opresión, se dijo, constituyendo “una antorcha de esperanza” para los países que, entonces, se encontraban detrás de la Cortina de Hierro.
El valor de la libertad suele vincularse con la autonomía de la persona para desarrollar la vida que se quiera, adoptando decisiones y asumiendo la responsabilidad de los actos propios. Supone la existencia de derechos civiles o políticos que también obligan a respetar los derechos de congéneres, propiciando una virtuosa interrelación en la sociedad. No es casualidad que la Declaración Universal de los Derechos Humanos dedique sus primeros artículos a ratificar la trascendencia de la libertad.
La libertad se ha defendido como valor inestimable frente a la planificación centralizada del Estado, dictaduras, totalitarismos y democracias populares. Indiscutiblemente, la democracia es el sistema que mejor permite formarse y obrar con la mayor libertad. “La democracia ya no sueña con la sociedad ideal, demanda simplemente una sociedad en la que se pueda vivir… el espíritu democrático es más liberatorio que socialista” (Touraine).
Y siendo la democracia un ideal supremo, exaspera que diputados y dirigentes jóvenes, sobre todo, actúen en forma ligera. Tienen facultades que utilizan de forma improcedente, con afanes electoralistas. El rol opositor es mal entendido, apuestan a socavar gobiernos, con la acusación constitucional a ministros y autoridades; incluso se ha intentado hacerlo con el Presidente, algo corriente durante el gobierno pasado (algunas autoridades lo saben) y muchas veces sin fundamento jurídico ni ético robusto, porque la rivalidad política está por delante. “Hay una izquierda que sigue pegada al revanchismo”, dijeron desde la centroderecha, oponiéndose a una acusación. Pero, desgraciadamente, es una conducta transversal, porque ahora se repite el mismo expediente y se estudia una acusación presidencial y quienes gobiernan se defienden utilizando todo el arsenal de argumentos posibles. Calcado con la administración Piñera.
Nada tengo con el actual gobierno. El asunto es que nuestra democracia hoy es débil, está en riesgo por abundantes factores que se han expuesto en este medio. Amén que nuestros vecinos y el “barrio” en general están peor. Normalizar este comportamiento, provocar rotativa ministerial (2018-2022), y aspirar a deponer al Presidente, “el síndrome peruano”, es acercarse al abismo. Ya tenemos como base: confianza en los partidos (4%), en el Congreso (8%), desinterés de los chilenos por la política (63%). ¿Por qué debiéramos extrañarnos que irrumpieran “soluciones” extremas, como una democracia populista?