La salida de la hoy exministra Marcela Ríos puso de manifiesto, en forma flagrante, cuál ha sido hasta ahora el que quizá sea el mayor déficit del gobierno del Presidente Gabriel Boric: no conocer o no tener familiaridad con la administración del Estado.
Y a la luz de ese malentendido elegir a sus colaboradores.
Suele creerse que quien alcanza el poder del Estado cuenta con una amplia posibilidad de concretar los propósitos que comunicó cuando fue electo. ¿Acaso su voluntad no coincide con la voluntad del pueblo que lo eligió esperando se realicen las cosas que prometió y dijo que haría? Siendo así, ¿no es acaso lo mejor que el Presidente se rodee de colaboradores inflamados por los mismos ideales que a él lo animan, sin otra consideración?
Pero como el Presidente Boric lo está ahora mismo advirtiendo, las cosas no son tan sencillas.
Porque uno de los rasgos del Estado moderno lo constituye lo que podría llamarse la despersonalización del poder. Cuando se lo mira históricamente se observa que el poder se ha ido independizando poco a poco de la subjetividad de quienes manejan el Estado. Mientras en la monarquía absoluta no hay distancia entre la voluntad individual del soberano y la voluntad del Estado, en la sociedad democrática hay un abismo entre ambas. Ello ocurre porque el Estado pasa a radicarse en un puñado de reglas, en un aparato que cuenta con procedimientos y con ritos que funcionan de forma autónoma, como si tuvieran vida propia. De esta manera la burocracia es virtuosa, puesto que constituye un límite al poder entendido como el imperio de la simple voluntad. Detrás de la maraña de trámites, decretos, procedimientos y rituales que conforman la vida de una burocracia estatal, se desenvuelve una virtud. Si el poder en el Estado democrático puede aspirar a alcanzar cualquier fin, ello debe hacerlo respetando con escrúpulo los procedimientos que configuran a la administración.
A eso es a lo que se llama la racionalización del Estado moderno.
Sin ella el poder se confundiría con la subjetividad o la torpeza o la espontaneidad o el brillo o el entusiasmo ideológico de quien lo ejerce, quien podría entonces hacer cualquier cosa, adoptar cualquier decisión y hacerlo de cualquier forma. Habría así total continuidad entre la voluntad de quien está en el poder y la voluntad del Estado. Pero gracias a esa racionalización, el Estado democrático admite a la vez dos cosas aparentemente contradictorias: reconoce al poder la más amplia libertad en cuanto a los fines que pretende perseguir; pero al mismo tiempo le pone límites mediante los trámites y los procedimientos que conforman la fisonomía de la administración. El poderoso puede pretender cualquier cosa; pero ha de hacerlo transitando por los intersticios y los vericuetos que configuran a ese aparato casi anónimo y gigantesco que es la administración. Por eso, se ha observado, cuando Kafka quiso retratar la desorientación y la pequeñez de la existencia no encontró nada mejor que situar a su personaje en medio de un proceso legal.
Por eso el gobierno del Presidente Gabriel Boric cometió un error cuando designó en el Ministerio de Justicia a Marcela Ríos. No porque la exministra careciera de capacidades (de hecho, ella es una intelectual y una académica inteligente como pocas), sino porque las suyas no eran las que coincidían con las que el cargo demandaba. Ella no conocía el tipo de racionalidad instrumental que el Ministerio de Justicia ejercita y reclama. Poseía, es seguro, muchas ideas acerca de la justicia en sentido material, ideas como las que acerca de lo justo o deseable puede poseer cualquier persona más o menos ilustrada; pero ignoraba, según quedó de manifiesto con su quehacer, las que eran necesarias para desenvolverse sin tropiezos al interior de ese sector del Estado que, como lo saben los lectores de Weber, encabezó históricamente la racionalización instrumental de la vida social moderna.
La pregunta que entonces queda flotando en el aire es la siguiente.
Si el Ministerio de Justicia no es, como el nuevo ministro por lo demás lo ha subrayado, un aparato que se ocupe solo “de indultos y contingencia”; si, en consecuencia, se trata de una parte del Estado que supone servicios que importan a los ciudadanos; y, si, como de nuevo el ministro lo subraya, se trata de un ministerio que exige mirar papeles una y otra vez, entonces ¿qué pudo explicar que el Presidente —debiendo saber todo eso— haya designado en ese cargo a quien carecía de las competencias específicas para ejercerlo?
En la respuesta a esa pregunta está la amarga constatación de que quizás se comete una injusticia al acusar constitucionalmente a Marcela Ríos porque, después de todo, el problema parece derivar del hecho de que al nombrarla se incurrió en un malentendido acerca de la naturaleza del Ministerio de Justicia.
Y en ese malentendido no incurrió precisamente ella. Es lo que los abogados, como lo sabe el nuevo ministro, llaman a veces culpa in eligendo.