Al escuchar a Luis Castillo (uno de los beneficiados con el indulto presidencial, que cuenta con condenas previas por robo y decenas de detenciones) se asiste a uno de los problemas que se acentuó luego de octubre del año 2019: la vestimenta ideológica del delito.
En un breve video, Luis Castillo aparece enfundado en una camiseta de fútbol, flanqueado por dos personas. Habla a la cámara, relata cómo acaba de recibir el indulto y, acto seguido, insta a no bajar los brazos, a no dejar las calles, a no claudicar. Lo suyo no es delito, sugiere, es insurrección. Mientras haya miseria y desigualdad, concluye, habrá rebelión. Castillo se presenta como un héroe, una especie de líder de una sublevación que no cesará en modo alguno. Y su lenguaje, al margen de los abundantes marcadores socioculturales que deja ver, parece el de un político radical.
Si esas palabras las dijera un joven inflamado de utopía que ha ejercido su derecho a protesta, habría motivos para discutirlas, pero no para alarmarse. Pero al oírlas de boca de una persona condenada por robo, con múltiples detenciones, con una cierta cultura carcelaria, ellas deben mover a reflexión.
Porque esa intervención de Castillo muestra la existencia de un fenómeno que hasta ahora no se había puesto de manifiesto de manera tan flagrante: la pretensión de que el delito común es una acción política e ideológica o, mejor todavía, la expansión de la excusa ideológica como disfraz del delito o como un pretexto para cometerlo. El fenómeno no es raro en la literatura (es cosa de recordar a Necháyev y su Catecismo revolucionario de 1869), pero el asunto se vuelve peligroso cuando se transforma en un rasgo cultural del lumpenproletariado. Hasta ahora se habían oído una y mil veces explicaciones más o menos sociológicas para el delito, pronunciadas por jóvenes burgueses inundados de culpa, que llamaban la atención acerca del hecho de que la conducta desviada es fruto de una estructura social injusta; pero no se había visto, con esa convicción y esa claridad, a un delincuente justificando su propia conducta con una fraseología de dirigente político. Porque él no es un político que decidió delinquir. Es un delincuente que encontró en la fraseología política de estos años un pretexto para justificar seguirlo siendo. Esta mezcla de ideología liviana con delitos comunes es toda una novedad y debe alarmar porque no hay nada más peligroso que contar, o creer que se cuenta, con pretextos morales o ideológicos para incumplir la ley, saquear, incendiar o maltratar.
Y quizá sea ese el efecto más preocupante de lo que siguió, o se dejó seguir, luego de octubre del diecinueve. Es verdad que las pintadas de las calles, las agresiones, los intentos de incendio y las peleas casi rituales con la policía son actos que deben causar alarma por lo dañinos; pero lo que de veras debe preocupar es la cuestión cultural —de la que Luis Castillo es apenas un síntoma—, que consiste en despojar de reproche al delito y, en cambio, proveerlo de pretextos morales para incurrir en él sin culpa alguna sino, por el contrario, con orgullo de revolucionario.
Se suele olvidar que lo que se llama sociedad descansa sobre un andamiaje invisible que, a su vez, se sostiene solo en una mínima parte por la fuerza reunida en el Estado. La mayor parte de ese andamiaje se llama costumbres, hábitos, creencias expandidas entre las personas de que hay actos que es ilícito ejecutar, líneas que si se pasan o transgreden hacen a las personas merecedoras de una sanción. Pero si de pronto, como lo muestra ese video, comienza a extenderse la idea de que cometer delito en realidad no equivale a cometer delito, sino a rebelarse contra la miseria y a no bajar los brazos frente a la desigualdad; si a lo que ayer era delito (robar, incendiar, maltratar a la policía) se lo transforma en un acto insurreccional que se inscribe en una lucha moral contra la injusticia, hasta convertir a quienes delinquen en una fuerza política con discurso ideológico y a la pena penal en simple represión, entonces una parte de ese andamiaje invisible que sostiene la vida social comienza a corroerse, a evanecer, se desfigura y el desorden más profundo, que es el desorden de las convicciones mudas que sostienen la vida social, se generaliza.
Quizá Luis Castillo, bien mirado, ha hecho un servicio público con ese video y ese discurso que, al imitar al que se ha oído en boca de jóvenes burgueses con tontas ansias redentoras e intelectuales irresponsables, muestra de manera flagrante lo que ha ocurrido en estos años: el debilitamiento de los consensos básicos de la vida social, hasta el extremo de que ya no causa sorpresa oír que quien roba en realidad protesta y que quien delinque en realidad no delinque, sino que lucha.