La Navidad comenzó a celebrarse formalmente en Chile hacia fines del siglo XVIII en ciudades más pobladas. En Santiago, la conmemoración religiosa comenzaba con la Novena del Niño Dios, el culto al pesebre, terminando con la Misa del Gallo la medianoche del 24 de diciembre. Proseguía en la plaza central, iluminada y adornada con guirnaldas de papeles de colores, con fondas o carpas donde se vendía comida y bebidas, con flores y objetos de cerámica pintada como regalos, y se cantaba y bailaba. El tono del jolgorio era campesino y socialmente transversal. Continuó durante el siglo XIX, solo que cambió de lugar, trasladándose a la Alameda, entre San Diego y Dieciocho, pero bajo reglamento para evitar excesos y desorden.
Promediando el siglo comenzó a asimilarse un cambio cultural —la modernidad— de raigambre noreuropea, que introdujo nuevos rituales navideños que se asumieron con rapidez, primero en la élite y después en otros sectores sociales: el mito de Santa Claus (Viejo Pascuero), el villancico “Noche de paz” y tiendas con vitrinas que iluminaban juguetes y productos importados. La festividad fue adoptando un carácter más privado, familiar, adornándose las casas con el pino de pascua, guirnaldas, más el pesebre en alguna parte. Esta modalidad se elevó a la décima potencia con el correr del siglo XX, máxime cuando pasó a predominar el modelo estadounidense (1920), que se apropió de Santa Claus (vestido de rojo, corpulento y de barba blanca montado sobre un trineo) y el pino decorado a full, que pasaron a ser el corazón de la festividad; el comercio, y más tarde las grandes tiendas, invitan a “vivir la magia de la navidad”; el culto al pesebre fue decreciendo en el espacio público y domicilios.
No repruebo nada. Los niños y la gente lo disfrutan, es momento familiar de amistad, hay alegría y afecto. Pero la modernidad “licuada” o el relativismo, individualismo, agnosticismo, consumismo reinantes, han transformado su sentido. El auténtico es más relevante, responde a un hecho histórico trascendente, no es solo un cuento bonito. José y María se prepararon para recibir al niño que pataleaba en su vientre, eran familia y nadie más lo recibiría y cuidaría. De Nazaret se trasladaron a Belén y la preocupación de José fue encontrar un albergue y solo dispuso de una gruta al borde del camino, donde se guardaba ganado, con paja en el piso y quizás había un burro y una vaca, distinto al pesebre que hemos supuesto. Los evangelistas no comentan si hubo más gente en el parto; dicen: María dio a luz, envolvió en pañales a la criatura y la acostó. Todo fue muy sencillo. Sabían de quién se trataba, lo contemplaban maravillados, pero no entendían mucho. La tradición esperaba un Mesías llegando con solemnidad. Cierto, es un misterio, porque fue Dios que se hacía hombre y niño, como persona alcanzable, para que la humanidad pudiera acogerlo, amarlo. En silencio, María y José pudieron comprender su grandeza…Y 30 años después, aparecería como Jesús explicando quién era su Padre y cuál el camino para conocer su Reino. El nacimiento fue real, creíble, y creyendo, se puede entender todo el misterio en torno a Jesús.