En ocasiones, y por la importancia que revisten, hay que volver sobre algunos temas. Es el caso de los expertos y el papel que les correspondería en el debate constitucional. ¿Majadería? Hasta cierto punto, pero majadería sobre un asunto relevante.
No hay mejor forma de comprender el problema de los expertos que detenerse en los diferentes desacuerdos o discrepancias que es posible constatar en la vida social.
Comencemos por distinguir los tipos de discrepancias y la forma de resolverlas.
Las personas pueden discrepar acerca de hechos, pueden discrepar acerca del significado de las palabras o pueden discrepar acerca de la mejor manera de concebir algo. Podemos llamar al primer tipo de desacuerdo, empírico; al segundo, desacuerdo semántico; y al tercero, un desacuerdo moral o valorativo.
Los desacuerdos acerca de hechos se resuelven constatando la realidad palpable. Si usted dice que hay gato en una caja y yo le digo que no, podemos resolver la controversia abriendo la caja (o, según sea el desacuerdo, midiendo, pesando, etcétera, es decir, mediante alguna operación empírica). Los desacuerdos semánticos se solucionan estipulando un significado a las palabras que usamos (v.gr., vamos a entender por nación tal cosa). Pero si yo digo que el aborto es malo y usted afirma, en cambio, que es moralmente correcto, o si usted dice que no debe haber objeción de conciencia y yo digo que debe haberla, o si usted piensa que la propiedad es un derecho absoluto y yo sostengo que debe tener límites y cosas así, ¿cómo resolvemos la controversia? Parece obvio que no podemos mirar los hechos para resolverla, ni tampoco ponernos de acuerdo en las palabras que usamos para que la discrepancia acabe. Y ello porque este tipo de discrepancias versan sobre el valor que adjudicamos a ciertas cosas o sobre el sentido que asignamos a la vida social.
Y ese es el problema que está en el centro del debate constitucional.
Porque ocurre que la mayor parte de las discrepancias constitucionales no son ni acerca de hechos, ni acerca del significado de las palabras que usamos, sino que son acerca de las cosas que estimamos mejor o más valiosas para la vida compartida. Se trata de una lucha de convicciones que se suspende cuando se alcanza un equilibrio entre todos los puntos en juego o cuando una de esas convicciones ofrece buenos argumentos a las demás. Y esta tarea les corresponde a todos los ciudadanos (puesto que en una democracia los ciudadanos se reconocen la misma capacidad de discernimiento) y no a los expertos (puesto que hay expertos en hechos o en palabras o en argumentaciones; pero no hay expertos a la hora de saber cómo debemos vivir).
Lo anterior no significa que los expertos deban enmudecer o que sean inútiles en el debate constitucional, sino que significa que lo razonable es que ellos intervengan aportando datos para la deliberación (diciendo por ejemplo que tal decisión puede producir tales efectos o la otra estos otros, y ya verán los ciudadanos si los asumen o no) y sobre todo interviniendo una vez que las preguntas fundamentales hayan sido respondidas por los ciudadanos o sus representantes (una vez que se diga que el aborto debe ser limitado los expertos podrán decir cómo podría quedar eso en la Constitución, mediante qué reglas y cómo esas reglas se relacionan con otras, etcétera).
Una vez que se comprende lo anterior, se advierte fácilmente el problema del diseño que hasta ahora se ha acordado.
Porque ese diseño dispone que primero los expertos redacten un anteproyecto y después el Consejo Constitucional delibere. Esto se parece a lo que se hizo para la Constitución del 80 en que la Junta de Gobierno nombró una comisión experta (la Comisión Ortúzar), luego se pidió el análisis del Consejo de Estado (presidido por Alessandri) y finalmente la Junta decidió lo que se sometería a un plebiscito (por supuesto amañado). Como se ve, el papel de los expertos es el mismo en el 80 que ahora, solo que el Consejo Constitucional es democrático. Pero en ambos casos y sobre bases más bien escuetas (la Comisión Ortúzar también tuvo bordes) los expertos tienen la primacía.
Bien mirado, el diseño no es del todo correcto porque en él se invierten los papeles que corresponden a los expertos y los ciudadanos. A los ciudadanos nos corresponde decidir cómo queremos vivir, a los expertos (en tanto expertos) cómo deben ser las reglas para realizar esa fisonomía que mediante la deliberación democrática se decidió. Primero los fines, luego los medios.
Así las cosas, va una propuesta: es mejor disponer que los expertos participen luego de la deliberación democrática y una vez que los ciudadanos, mediante sus representantes, hayan decidido los rasgos generales de la vida compartida. Así las cosas habría tres fases: la primera a cargo del Consejo Constitucional de donde surgiría un anteproyecto en borrador, reflejo de la deliberación democrática; luego participarían los expertos componiendo el texto de acuerdo a esas decisiones. Y el resultado se sometería a plebiscito.
¿Acaso eso no es más consistente con el ideal democrático? ¿O están tan mal los tiempos, tan desorientados, tan temerosos y tan descaminados, que ese ideal ya no importa?