El acuerdo constitucional de esta semana nos permite ver una cosa muy importante: la política ha vuelto a nuestra vida nacional. Sí, esa política lenta, trabajosa, llena de pequeñeces; esa actividad que lleva a soluciones donde nadie queda feliz, pero que permiten que todos puedan respirar aliviados; esa política había estado ausente en los últimos tres años y muchos la extrañábamos, porque ella, si se piensa bien, es otro nombre de la paz.
Especial valor tiene que también el Gobierno haya participado en este entendimiento. Nos guste o no, él es el principal actor político y no habría sido sensato proceder como si no existiera. Aquí todos tuvieron que ceder, de modo que entre los firmantes de este acuerdo no hay vencedores ni vencidos, y eso es muy bueno.
Ahora bien, tan relevante como el texto que tengamos a fin de año, será el proceso de su elaboración. En efecto, una vez fracasada la política de las identidades que caracterizó a la Convención, este nuevo escenario nos permitirá mostrar nuevamente el valor de la vieja política. Así, las élites tendrán que dejar sus lógicas conflictivas y los intereses particulares y realizar un genuino ejercicio político, que fue precisamente lo que faltó en la malograda experiencia anterior. Los sectores más radicales se dan cuenta de esto y no han dejado de refunfuñar durante esta semana. Saben que si se difunde este clima de diálogo y negociación, ellos terminarán por verse como un cuerpo extraño en nuestra vida cívica.
El acuerdo es apenas un principio y, aunque las circunstancias son propicias para un mejoramiento de nuestra vida en común, hay todavía obstáculos que superar. El primero es el peligro, ya visto hace un par de años, de que parte importante de la ciudadanía se haga demasiadas ilusiones acerca del ejercicio que nos disponemos a comenzar.
Una y otra vez habrá que repetir: “una Constitución es una Constitución”, nada más. Ella carece de todo encanto y no viene al mundo a resolver todos nuestros problemas. Aunque ciertamente no es lo mismo, su atractivo no es mucho mayor que el que tiene el reglamento de copropietarios de un edificio si está bien redactado. Las constituciones modestas podrán ser poco románticas, pero viven más tiempo. A las presuntuosas, en cambio, les va mal, sea porque mueren pronto o porque simplemente no se aplican. Si logramos que se entienda esto, habremos superado un obstáculo importante.
También debemos entender que nuestros problemas no son solo constitucionales. Si no mejoramos el sistema político para reducir la fragmentación, ni Pericles, Churchill y Adenauer juntos podrían salvarnos de vivir en un desorden permanente.
Por otra parte, aunque sea conveniente un sano escepticismo constitucional, no hay que despreciar a ese cuadernillo que contendrá una serie de artículos redactados con un lenguaje jurídico-político, porque es muy importante. De partida, si está mal hecho o es fruto de una imposición, puede amargarnos la vida. Es el caso de Venezuela, pero también el de Perú, donde un diseño equivocado terminó por promover constantes conflictos entre las instituciones. En esencia, ese documento básico debe, entre otras cosas, ser capaz de poner coto a ese pequeño tirano que todos llevamos dentro y asegurar ciertos derechos elementales que todos podamos invocar ante un tribunal. Una Constitución no es un lugar para soñar. Afortunadamente, da la impresión de que, aunque tenemos algunas diferencias importantes, en Chile estamos bastante de acuerdo en lo que debemos hacer. Esto no impide que en las próximas elecciones algunos se tienten en las campañas y prometan más de la cuenta. Le harían un severo daño al país. Por eso, los partidos tendrán que ser muy responsables en la selección de sus candidatos y huir como de la peste de los demagogos constitucionales. En todo caso, la ciudadanía ya los ha visto en acción y no les resultará fácil engañarnos de nuevo. Esta vez, el riesgo de esperar demasiado de este ejercicio constitucional será menor que antes.
Otra dificultad que enfrentaremos es la de cómo vamos a integrar en este proceso a los partidos que no fueron parte del acuerdo. Los republicanos y el Partido de la Gente estaban en su derecho al no hacerlo; sin embargo, ya se ha tomado una decisión. Si eligen participar en el proceso constituyente y presentan candidatos es porque van a ayudar con sus puntos de vista a que tengamos una Carta Fundamental aceptable y no a jugar a otra cosa. Especialmente importante es el caso de los republicanos. Uno puede apreciar mucho la Carta vigente, pero también hay que resignarse a ver partir a los seres queridos.
En la vida no siempre se presentan segundas oportunidades. Nosotros estuvimos ante un serio peligro y el plebiscito del 4 de septiembre nos entregó una nueva oportunidad. En ese entonces, el país superó la lógica del “Sí” y el “No” que nos tenía presos desde 1989. Ahora, con el “Acuerdo por Chile” se han alcanzado consensos aún más amplios. En los últimos años hemos tenido muchas razones para el pesimismo. Gracias a la política, esta semana podemos sonreír, al menos por un tiempo.