Una de las cosas llamativas del acuerdo constitucional es la participación de un grupo de expertos.
¿Cuál es el sentido de eso? ¿Para qué sirven los expertos? En principio, un experto es alguien que dispone del conocimiento y el método para averiguar algo que al común de los mortales les es negado. En otras palabras, un experto es alguien que ve más y ve mejor en una cierta área de asuntos, alguien que tiene un acceso a alguna dimensión de la realidad que los demás desconocen. El experto por antonomasia sería el científico quien maneja lo que Aristóteles llama episteme, el conocimiento cierto y verdadero o el que tenemos por tal. Un ejemplo obvio es un científico natural en quien suponemos un conocimiento de la realidad palpable u observable con la cual podemos confrontar nuestras afirmaciones para saber si son verdaderas o no. En estas materias, todos aceptan que hay desigualdad en el saber: hay gente que sabe y gente que ignora.
Y aquí comienza el problema.
Porque en materias políticas o, si se prefiere, a la hora de decidir cómo hemos de organizar la vida en común, qué derechos tenemos, cuáles son los límites del poder, si acaso han de existir derechos sociales y cuáles serían ellos, si ha de haber derechos colectivos de los pueblos indígenas, si el control constitucional debe estar a cargo de un órgano especializado o no, es decir, el conjunto de cosas que son propias de un debate constitucional, no existe ninguna realidad palpable u observable con la que podamos confrontar lo que afirmamos o preferimos, de manera que la verdad en el sentido de correspondencia con la realidad no existe. Y si la verdad en este ámbito no existe, entonces, ¿cómo podría haber expertos en ella, gentes que saben lo que los demás no?, ¿cómo podría haber expertos en un ámbito esencialmente opinable? Esto es lo que explica que en materia de deliberación democrática todos tenemos igual capacidad de discernir.
En suma, a la hora de decidir cómo debemos vivir, es erróneo decir que hay quienes saben y quienes son ignorantes, quién es zafio y quién es sabio. Nadie tiene la verdad de su lado —en esta materia no hay expertos—, porque a la hora de decidir cómo vivir no hay ninguna realidad con la que podamos confrontar nuestras preferencias.
Debemos entonces concluir que cuando el acuerdo recién firmado reclama la presencia de expertos, no puede referirse a los expertos en el sentido, por decirlo así, científico de la expresión (lo que Aristóteles llamaría conocimiento verdadero de las cosas por sus causas), sino que se refiere a lo que podríamos llamar técnicos. El técnico es menos que el científico, porque si bien sabe cómo hacer ciertas cosas, ignora el porqué. Aplicado a la cuestión constitucional, un experto en este sentido sería quien no sabe los fines que ha de perseguir la vida colectiva (porque ya vimos que esa no es cuestión de verdad, sino de opinión); aunque si se formulan los fines, sabe cuáles son los medios más eficaces para conseguirlos.
Pero si lo anterior es así —y así es—, entonces el papel de los expertos no debiera anteceder a la deliberación constitucional, sino ser posterior a ella. Si el experto es un técnico (alguien que sabe cómo alcanzar un determinado fin, pero sin conocimiento acerca de cuál deba ser este último), entonces, primero debe existir la deliberación democrática acerca de qué derechos tenemos, cuáles son los límites del poder, si hay que reconocer y cómo a los pueblos originarios, cuál será el sistema de partidos, etcétera, y solo una vez que se formule una respuesta a esas preguntas (preguntas todavía pendientes) los técnicos podrían decir cuál es la mejor forma de alcanzarlos.
Es obvio que primero han de existir los fines para luego discernir los medios que permitan alcanzarlos.
Primero, los ciudadanos deliberan cómo ha de ser la vida en común, luego los técnicos dicen cómo deben ser las reglas para lograrlo.
Un ejemplo permitirá comprender lo anterior.
Suponga usted que quiere contar con una casa nueva (y tiene dinero para lograrlo). Usted tiene una idea clara del tipo de casa que quiere construir, sus dimensiones aproximadas, el número de habitaciones, si habrá espacio para libros, entretenimientos, etcétera. Usted tiene una idea del tipo de casa que quiere y luego encarga a los expertos en construcción que la hagan. Pero sería ridículo que usted contratara a un experto para que le diga en qué tipo de casa quiere usted vivir. Si lo hiciera, la casa no reflejaría la voluntad suya, sino la del constructor. Lo mismo parece ocurrir en la cuestión constitucional. Primero debiera deliberarse acerca de cómo debemos vivir (y en eso no hay gente experta y gente ignorante, solo hay ciudadanos iguales) y luego debieran venir los expertos que dirán qué reglas permiten realizar eso que hemos decidido.
Dicho de otra forma: una cosa son los fines que debemos alcanzar, y en esa materia la deliberación democrática tiene la última palabra; otra cosa son los medios que permiten alcanzar esos fines, y ahí sí los técnicos son indispensables. Primero los fines, luego los medios. Pero no parece correcto dar primero la palabra a quien sabe de medios y luego a quien le corresponde decidir los fines.
Eso es equivalente a poner la carreta delante de los bueyes o a tomar el rábano por las hojas. O, lo que sería peor, a entregar la decisión de cómo debemos vivir a la mera técnica.