La ministra Vallejo ha instado a luchar contra la desinformación. Para ese efecto, ha organizado mesas de trabajo con algunas universidades, a fin de dilucidar cómo hacerlo protegiendo, a la vez, ha dicho, la libertad de expresión. La Asociación Nacional de la Prensa (ANP), a su vez, ha decidido organizar otras mesas de trabajo sobre el mismo tema, con el fin, es de suponer, de contrarrestar, o morigerar, o atenuar, y si es necesario contradecir, lo que digan las anteriores.
Descontado el raro afán de organizar mesas de trabajo (como si estos temas fueran cosa de ponerse de acuerdo en vez de debatir con franqueza), se trata de una reflexión valiosa porque, como se ha dicho infinidad de veces, la libertad de expresión y la democracia van de la mano y cuando caen, caen juntas. Hay que cuidar, pues, con esmero a la primera.
¿Cuál es el principal peligro que enfrenta ella hoy día?
Aunque suene sorprendente, el principal peligro de la libertad de expresión es el deseo de poseer la verdad, o mejor dicho: la idea de que la tarea de la prensa es decir la verdad. De ahí suele seguirse que hay que detectar y reprimir las noticias falsas, o sea, aquellas que no son verdaderas.
Pero, bien mirado, el asunto no es tan sencillo.
Incluso si se pone al margen todo tecnicismo (que va de Aristóteles a Habermas, pasando por Peirce), es fácil comprender que la verdad no es una cosa baladí. Parece fácil alcanzarla en enunciados empíricos y simples (como la afirmación de que “hay un vaso sobre esta mesa” e incluso ahí hay dificultades como si el emisor llamara mesa a una caja, o a una tabla y usted a una de un elegante comedor); pero es obvio que en enunciados más complejos el asunto se complica (como por ejemplo, al decir “la violencia del 19 de octubre fue producto de la desigualdad”); y, para no seguir, casi imposible cuando se trata de aseveraciones políticas o morales (como si usted dice que el aborto es incorrecto). Si a todo eso se suma que en general la comunicación periodística supone hacer narraciones (“...la multitud se manifestaba pacíficamente —dice el periodista— y solo fue un pequeño grupo el que comenzó los incidentes”…, pero ¿cuántos son multitud?, ¿impedir el tránsito es algo pacífico?, ¿es pequeño un grupo de cientos?), se comprenderá ya del todo que esto de controlar la verdad de lo que se dice en los medios puede llevar a absurdos.
Por eso lo correcto es decir que el deber de la prensa es buscar con diligencia y esmero la información contrastando las fuentes de la misma. Ella habrá cumplido su deber cuando ha actuado de esa manera, aunque lo que diga no se corresponda, finalmente, con los hechos. En ese enunciado —buscar con diligencia la información— se resumen bien los deberes de los medios: debe existir pluralidad de voces a la hora de examinar los hechos (lo que la jurisprudencia norteamericana llama el privilegio del reportaje neutral); los periodistas no deben sumarse sin más al coro de la mayoría (algo que los periodistas a veces no cumplen, ansiosos por ganarse el favor de las audiencias); el relato exige sobriedad (reprimir el entusiasmo o el rechazo que los hechos pueden despertar en quien los relata).
Así que en vez del deber de buscar la verdad, es mejor decir que los medios tienen el deber de informar con diligencia y esmero (aunque lo que digan resulte falso).
Una cosa distinta —que no se relaciona exactamente con la libertad de expresión— es el tema del mercado de medios. Respecto de ese tema sobra observar que hoy los medios son más plurales y de más fácil acceso que nunca, al extremo que los puntos de vista, los relatos y las observaciones más descabelladas y tontas siempre encuentran un lugar donde ser amplificados. El problema —para decirlo exageradamente— no sería que hay pocas voces, sino que demasiadas. Y aquí tienen un papel los medios más prestigiosos, los que con información imparcial pueden contribuir a evaluar esa multitud de puntos de vista.
Así se llega a un ulterior problema. Para que algunos medios realicen esa evaluación, debe haber jerarquía de medios. Algunos deben ser más confiables que otros. Ello es resultado del prestigio. Hay muchos medios; pero algunos son más influyentes que otros. Se dirá entonces que, para asegurar el pluralismo, hay que lograr que todos alcancen la misma influencia; pero ¿será posible hacer eso cuando la influencia o el prestigio de un medio depende de factores hasta cierto punto incontrolables, como la antigüedad, el talento de quienes trabajan en él, la coincidencia entre la línea editorial y lo que desde antiguo se llama opinión pública?
Ahí hay tres temas sobre los que vale la pena meditar en serio, sea que lo hagan las universidades con la ministra Vallejo o la Asociación Nacional de la Prensa: la prensa y la verdad; el mercado de medios; la distribución de la influencia. Lo más importante que hay que cuidar al llevar a cabo esa reflexión es evitar dos extremos que suelen rondarle. Uno es el simplismo según el cual hay continuidad total entre el contenido de los medios y los intereses de los propietarios; el otro es el buenismo (un sinónimo de la tontera) que simplemente moraliza este asunto esgrimiendo el valor de la verdad, sin comprenderlo del todo.
No vaya a ocurrir que esos extremos, esas ideas recibidas, acaben dominando este debate porque entonces nada útil saldrá de él.