El acuerdo preliminar para echar a andar el proceso constituyente anterior tomó una noche. Ahora va a cumplir 90 días. No es que la velocidad de entonces sea una virtud y esta tardanza un defecto, pero el evidente contraste parece tener una causa clara: en aquella oportunidad todos sabían para qué se necesitaba urgentemente una nueva Constitución. Ahora eso no está nada claro.
En noviembre de 2019 el proceso constituyente fue la respuesta de la institucionalidad política para tratar de salir de un atolladero que amenazaba con la ingobernabilidad. La izquierda, además, veía en una nueva Constitución el instrumento para empezar a sepultar el neoliberalismo. Los vientos que arreciaban le permitieron a esa izquierda elegir una clara mayoría de convencionales que propuso un texto que, aunque desprolijo, contenía los cimientos de un nuevo orden económico, social y hasta cultural, muy distinto al que hemos conocido. Allí hubo un propósito político claro y de envergadura, que mantuvo al país en un debate sustantivo.
Frustrado ese proyecto, ¿para qué quiere la izquierda una nueva Constitución, que ya no será la suya? Solo algunos voluntaristas creen que podrán reeditar en todo o parte la que fue rechazada. Los demás concurren a debatir el nuevo proceso constituyente con cierto desgano y no poco temor de que la elección de convencionales les sea adversa. Concurren a las negociaciones y seguirán empujando el carro, pero más porque no pueden arriar una bandera que les ha sido querida y les ha unido por largo tiempo, que con los bríos propios de perseguir un ideal. Los más realistas en ese sector saben que realizarán el anhelo de una nueva Constitución, pero con un texto muy distante a aquel refundacional al que aspiraron, y que luego habrá poco espacio para volver a plantear el tema. Todo indica que la realización y la frustración de su sueño se fundirán en una simbiosis perfecta.
La derecha, por su parte, concurrirá al acuerdo no porque quiera y anhele una nueva Constitución, sino porque se comprometió a ello cuando hizo campaña por el Rechazo y porque teme a la inestabilidad que puede significar mantener la que está vigente.
Ni la izquierda ni la derecha tienen entonces razones poderosas y movilizadoras para impulsar el proceso constituyente, al menos ninguna que expongan públicamente para entusiasmo de sus adherentes. De allí que todos repitan la frase vacía de querer una buena Constitución, pero cuidándose de no dar ningún contenido que dote de sustancia a ese adjetivo.
Por ello, desde el plebiscito, se debate lo que la nueva Constitución no debe incluir; acerca de quienes vigilarán que esos bordes no sean sobrepasados, y sobre la manera como se elegirán los encargados de proponerla, pero hay un notorio silencio acerca de la Constitución que se quiere (al menos el tipo); en condiciones en que esa es la única cuestión de verdad relevante, la única que puede entusiasmar; la única que puede llevarnos a mejorar nuestra convivencia política y, con ello, nuestras vidas y las de las generaciones por venir.
¿Para qué quiere Chile una nueva Constitución? ¿Qué creemos que se puede mejorar con un cambio constitucional? Esa pregunta medular no está debatida y mientras no lo esté, mientras no veamos un horizonte atractivo, es probable que las negociaciones constituyentes sigan flojas y entrampadas. Ni siquiera buscamos esclarecer si lo que debemos esperar con una buena y nueva Constitución son cambios en el sistema político —como personalmente creo— o si, además, transformaciones en el orden económico o social o incluso cultural, como anhelan otros.
Es improbable que, sin ese debate público sustantivo previo, los convencionales, por electos o por expertos que sean, logren, en seis meses, sintonizar con lo que el país espera, si es que espera algo, de una nueva Constitución. El fantasma de un nuevo rechazo en el plebiscito de salida no se ha esfumado y estamos haciendo poco por conjurarlo.
Sin un debate vigoroso, y un cierto consenso acerca de la Constitución que queremos, es improbable que avancemos a un buen acuerdo acerca del mecanismo y que arriesguemos un nuevo rechazo. No me parece que estemos haciendo las tareas necesarias para encaminarnos a una buena y nueva Constitución.