Esta semana han visitado Chile dos figuras intelectuales del campo de la economía, cada una provista de gran relevancia y fulgurante talento: Mariana Mazzucato y Joseph Stiglitz. Días antes ellos visitaron a otros sesudos líderes del continente necesitados de orientación: el Presidente argentino, Fernández, y el colombiano, Petro.
Tanto Mazzucato como Stiglitz —según sus declaraciones— han depositado en el Presidente Boric la esperanza de que sea él quien sepulte al neoliberalismo.
El fenómeno —intelectuales de relevancia procurando influir en el poder, esperanzados en que se ejecute instrumentalmente alguna de sus teorías— aconseja adoptar algunas precauciones.
Desde luego, suele ocurrir que se trata de personas que han recibido premios por alguna brillante idea o teoría. Es el caso de Stiglitz. Pero de ahí no se sigue que todo lo que él diga merezca el mismo aplauso o sea igualmente brillante. Sin embargo, suele oírse a estas personas como si todo lo que se les ocurre o dicen fuera digno de admiración intelectual. Hay que oírlos pues con cautela, cuidando no incurrir en esa falacia que podría llamarse la falacia Da Vinci (creer que quien lleva un premio en la solapa es sabio en todo y oír incluso sus exabruptos o informalidades como revelaciones).
De otra parte, la visita de estos intelectuales con fines de influencia no es algo nuevo en Chile (y menos en la historia intelectual; pero esto puede quedar de lado por el momento). Basta recordar la visita de Friedrich Hayek y sus halagos al régimen en plena dictadura o la de Milton Friedman explicando a Pinochet lo que debía hacer (es un misterio cuánto habrá entendido Pinochet de esas conversaciones, aunque es probable que poco o nada y que al oír a Hayek o a Friedman sintiera por ellos algo de desprecio, tal como le ocurrió a Franco que luego de recibir un consejo de Ortega y Gasset guardó silencio y acto seguido le dijo al ministro que oficiaba de mensajero: “nunca se fíe de los intelectuales”. Franco mostró así que era más inteligente de lo que se cree).
A lo anterior se agrega que estas visitas siempre tienen algo de ridículo (no para el visitante, sino para quienes se arroban ante ellos). Es el caso de Mazzucato, quien aleccionó al gabinete, cuyos miembros, como alumnos disciplinados, asistieron a oírla en La Moneda armados de lápiz y papel.
En fin —no hay que echarse tierra a los ojos—, hay en esto algo de paternalismo de parte de los intelectuales y, por la inversa, de infantilización de quienes están en el poder. Después de todo, este tipo de figuras visitan a los gobernantes y hacen clases apresuradas a su gabinete para golpearles la espalda (“muy bien”, han de decirles por debajo del gesto protocolar; “serás recordado por haber hecho lo que con acierto yo pensé y he escrito”, y el gobernante debe sentirse halagado por esos leves palmetazos de alguien cuyas ideas están en letras de molde) o para orientarlos (“te veo vacilante hoy y permíteme decirte que estás bien y no dudes en el acierto de lo que digo”) o, en fin, para por fin experimentar lo que en sus países nadie aceptaría (muchos de estos intelectuales han recibido premios por una de sus brillantes ideas y a partir de allí la gente, y ellos, creen que todo lo que dicen es igualmente brillante y merece ser realizado).
Por supuesto la relación de esos intelectuales con el poder no es igualitaria ni siquiera cuando los gobernantes son fieles al gurú de turno. Un buen ejemplo es Pinochet. Se le aplaudió por seguir las recetas de Chicago; pero nadie (ni siquiera sus más fervientes partidarios) creyó que de veras las comprendiera. Se le aplaudió no por adherir intelectualmente a esas ideas o comprenderlas, sino simplemente por confiar en ellas. Se celebró su fidelidad de creyente, no su inteligencia para entenderlas y juzgarlas correctas.
Y sería iluso creer que la relación de Mazzucato o Stiglitz con Gabriel Boric pueda ser distinta. Ellos no ven en él a un par intelectual, sino a un creyente fiel.
Por todo lo anterior quizá el Presidente Boric y el gabinete que tomaba apuntes de lo que dictaba la profesora Mazzucato o atesoraban los halagos de Stiglitz, harían bien en repetir para sí mismos la lección que se encuentra en el diálogo platónico Eutifrón.
Detengámonos un momento en este.
Platón pregunta en ese diálogo: ¿hay que obedecer a Dios porque él es Dios o porque lo que él ordena es bueno?
Lo primero (creer que algo es bueno porque Dios lo dijo) indica sumisión intelectual. En tal caso bastaría que Dios diga esto o aquello para seguirlo a ciegas. Lo segundo (hay que obedecerlo porque lo que él dice es correcto) es en cambio un acto de autonomía; pero en ese caso la pregunta surge de inmediato: si sabes por ti mismo que lo que Dios dice es correcto, si puedes juzgar por ti mismo que lo que escuchas de Dios es verídico, entonces: ¿para qué lo necesitas?, ¿por qué consientes en que él te aleccione cuando lo sabías por ti mismo?
El Presidente Gabriel Boric debiera recordar por estos días el diálogo Eutifrón, sacudirse cualquier forma de sumisión intelectual, desconfiar de los palmetazos paternalistas y de los halagos del gurú, no aceptar que se le trate como un buen chico, y recordar que él es un político y que el político, a diferencia del intelectual, no lucha con conceptos que admiten múltiples acomodos, sino con la realidad que nunca tiene la limpidez de una hoja de papel en blanco.