Simone Weil afirmó que existía una estrecha relación entre la derrota y la verdad. La frase sintetiza con precisión la angustiosa encrucijada por la que atraviesa el Gobierno y la coalición que lo apoya, a quienes, junto con la derrota, se les aparecieron no una, sino varias verdades incómodas.
La más patente, pero no la única derrota del Gobierno, es la que sufrió el 4-S. El Presidente tiene responsabilidad en ella al no haberse jugado para frenar las demasías de la Convención y haberse comprometido más de la cuenta en la campaña. En un primer momento, La Moneda exteriorizó que el revés no representaba más que la pérdida de una oportunidad, pero que no habría merma en el poder de unas autoridades recién elegidas, de modo que no se necesitaría cambiar el rumbo, sino solo la velocidad. Aún hoy algunos personeros oficialistas continúan repitiendo, como un mantra inútil, que no se ha renunciado al programa ni a la agenda, como si la política se tratara de abrazar o renunciar creencias y no de lograr realizaciones.
Pero la derrota se ha demostrado como algo más que un bache en el camino. Más que una piedra que se tenga que vadear, esta parece haberse incrustado en la carne del caminante y amenaza con tenerlo cojeando por largo tiempo. Es que el documento que se plebiscitó, más que una Constitución —que suelen ser textos jurídicos, reglas vinculantes del ámbito político—, era un manifiesto pletórico de declaraciones que reflejaban un modo de ver el mundo, una simbología y hasta una estética que identifica a una parte de Chile. Por ello, cuando se derrotó esa verdadera proclama política identitaria, se rechazó algo más que una fórmula constitucional apoyada por una coalición política. Se repudió el ideario completo que identifica y sustenta a ese sector político. El presidente del PC sostuvo que había sido una derrota electoral, pero no una política. Va quedando claro que se trató de una derrota no solo electoral y política, sino también una cultural.
Al Gobierno le quedan más de tres años; plazo en el que, muy probablemente, le soplará en contra un fuerte viento. Las fuerzas que se opusieron a esa proclama de ideas políticas, que se nos sometió el 4-S, tienen razones para recordarle al Ejecutivo que se ha caído no una Constitución; algo más incluso que una agenda política; pues la población ha rechazado la ideología, la cosmovisión y el ideario político que sustentaba a las fuerzas gobernantes. Esa es la primera verdad que se le ha aparecido a La Moneda tras su derrota. Que no sea una verdad factual, sino de percepciones, no la hace más real o menos compleja de roer.
Cuando cae el telón de la disputa constituyente y las fuerzas oficialistas son derrotadas, surgen, además, de modo incontenible, los reclamos al Gobierno de hacerse cargo de los problemas de la economía, la delincuencia organizada, la violencia, el temor y la ilegalidad. Ninguno de estos ámbitos resulta cómodo a la coalición de izquierda, pero particularmente no lo son los últimos. No pocos en ese sector siguen percibiendo que los reclamos de orden y seguridad son algo así como un invento ideológico de la derecha y de las clases acomodadas para frenar los cambios que de verdad motivan su entusiasmo. Enfrentar la delincuencia y la violencia requiere de planes sofisticados. Afirmar que se actuará como perro de presa es una frase que, si ya habría sonado altisonante y vacía en boca del anterior presidente, resuena aún más vana en labios de este.
Los problemas económicos, especialmente de inflación y la amenaza de quiebras, obligan al Ejecutivo a tener que priorizar la inversión y cuidar a las empresas, a menos que quiera entregar el poder con una población más pobre y una sociedad más desigual que aquella que recibió. Otra verdad incómoda que le ha traído la derrota.
Pero hay una última verdad aún más amarga y más difícil de roer que ha traído a los pies del Gobierno la ola de la derrota del plebiscito. Con una coalición desalentada y con ánimo divisivo y una oposición envalentonada, La Moneda necesita con urgencia abrazar la política de los acuerdos, la misma que despreció desde sus orígenes, la misma a la que atribuyó ser causa de la mantención del neoliberalismo y fuente de las renuncias de la Concertación. La necesidad de acuerdos es una verdad elemental de la política, pero los jóvenes que nos gobiernan debieron sufrir una derrota de proporciones para que se les hiciera evidente.