Dos ideas de la política y la democracia se disputan desde hace años el alma de los chilenos. De una parte, la que representa el Chile de siempre, con todos sus defectos y limitaciones, pero también con sus innegables virtudes. Ella se encarna en la democracia representativa y apuesta al diálogo y la deliberación. Es consciente de que no estamos en la antigua ciudad de Atenas y que, con el tamaño de nuestros países, es imprescindible atender a ciertas mediaciones. Para esta postura, el Congreso, con sus dos cámaras, resulta imprescindible, aunque el trámite de las leyes muchas veces sea lento y los políticos con frecuencia estén lejos de ser el ideal que soñamos.
Frente a la democracia representativa, se alza otra concepción, que ha alcanzado singular éxito en la nueva izquierda. Para ella, los políticos son solamente una clase corrupta, completamente ajena a los intereses del pueblo. Les molesta la lentitud de la democracia tradicional y quieren decisiones rápidas y contundentes. Habrá que atender, entonces, a la voz de la calle y preguntar constantemente al pueblo qué se debe hacer. El instrumento para llevarlo a cabo, es, por excelencia, el plebiscito.
Entre otras consecuencias negativas, esta mentalidad no solo debilita las instituciones, en este caso al Congreso, sino que, además, pretende prescindir de un elemento central en la vida democrática, la deliberación. En un plebiscito simplemente se responde “sí” o “no”, pero no concede espacio para la formación de una voluntad común, donde probablemente todos deben ceder un poco para llegar a un resultado que no será perfecto, y sin embargo podrá suscitar una amplia adhesión.
Naturalmente, la concepción tradicional de la democracia no descarta la existencia de plebiscitos, pero ella siempre será excepcional. Se aplicará a casos como la aprobación o rechazo del texto de una nueva Constitución: así sucedió el pasado 4 de septiembre.
El resultado de septiembre significó un durísimo golpe para la nueva izquierda y su actitud de desprecio por la herencia constitucional chilena. Sin embargo, esta derrota no significa que la tentación de la democracia plebiscitaria se haya alejado por completo. Es más, como el proceso de conversaciones para dar origen a una nueva Carta Fundamental ha durado más de lo conveniente, no faltan los que empiezan a pensar en un plebiscito de entrada. Las razones, sin embargo, son diferentes en la izquierda y en la derecha.
En la izquierda más dura, que todavía interpreta la expresión ciudadana de septiembre como una suerte de anomalía histórica, este nuevo plebiscito se presenta como una nueva oportunidad. Para ella, es fundamental desordenar el naipe, meterle incertidumbre al país y, por sobre todas las cosas, romper esa peligrosa convergencia que abarca desde muchísimos socialistas hasta la derecha, y que se expresó en el apoyo transversal al rechazo. Un plebiscito de entrada, en este contexto, sería óptimo, porque dividiría a esas fuerzas y le daría un nuevo aire al mundo FA/PC.
¿Cómo explicar de otro modo el hecho de que el oficialismo ponga exigencias desmesuradas para llegar a un acuerdo constitucional? ¿Querrá verdaderamente que este se produzca, cuando propone una convención de 130 miembros, lo que significaría preparar el terreno para las mismas malas experiencias que ya hemos vivido?
En la derecha, las razones para abogar por un plebiscito de entrada son distintas. En algunos casos tienen, efectivamente, que ver con el desprecio por la llamada clase política y la pretensión por establecer una comunicación privilegiada por el pueblo. En otras ocasiones, es pura y simple impaciencia. Finalmente, no faltan quienes piensan que, de esa manera, todo el proceso tendrá mayor legitimidad. Sin embargo, esta es un arma de doble filo, porque no podremos recuperar nuestra tradición constitucional si nos saltamos.
constantemente sus exigencias fundamentales. Hay envuelta una cierta paradoja en este razonamiento: queremos tener instituciones sólidas, pero como nuestros políticos son imperfectos, entonces vamos a prescindir de ellos: les quitaremos algo tan propio de un Congreso como la posibilidad de establecer el procedimiento para elaborar una nueva Constitución. ¿Para qué tenemos parlamentarios, entonces?
Si la aprobación popular es necesaria para la legitimidad del nuevo texto, para eso tenemos el plebiscito de salida. El acto del 4 de septiembre no solo significó una derrota del octubrismo, sino que también ha dado origen a un clima político favorable que no se puede desaprovechar. Es verdad que nuestros parlamentarios han sido un poco lentos y, en ocasiones, un tanto frívolos; nos dan ganas de ponerlos en un régimen de pan y agua hasta que alcancen un acuerdo. Pero no debemos perder la paciencia.
Si, por la prisa de hoy, terminamos por alargar aún más el proceso de obtener una nueva Constitución al introducir un plebiscito de entrada; si multiplicamos innecesariamente los actos electorales; aumentamos la polarización, y mantenemos al país en la incertidumbre, habremos preparado el ambiente para que surjan liderazgos improvisados, pródigos en soluciones fáciles, que después habremos de lamentar.