¿Valdrá la pena escribir sobre el diputado De la Carrera? ¿No será que las demasías en las que permanentemente incurre son solo una forma de llamar la atención, de manera que hablar acerca de él, comentar lo que dice y quejarse, solo satisfaga el propósito que persigue y, así, lo aliente a seguir comportándose de la forma en que hasta ahora lo hace?
Desde luego si el diputado fuera una persona desquiciada, alguien que no tiene, como la mayor parte de las personas, control sobre lo que ocultamente siente, un individuo simplemente cerril, alguien, en suma, que carece de esa virtud ciudadana de la hipocresía, si se tratara simplemente de un histérico ansioso de notoriedad pública, o de alguien a quien las asperezas y las heridas de la vida le han enseñado que en verdad nada importa, ni las ideas ni los modales, si fuera un creyente desilusionado que se venga mediante los desplantes y las exageraciones de su vieja credulidad, no cabe duda que escribir sobre él o comentar lo que dice, o condenar lo que expresa, o siquiera comentarlo, sería una pérdida de tiempo, puesto que equivaldría a ocuparse de algo que carece de toda relevancia pública.
Desgraciadamente no es el caso.
Tratar al diputado De la Carrera como un simple excéntrico o un payaso agresivo es un error, porque lo preocupante en su caso no son sus modales o la forma en que se expresa (la verdad sea dicha, ha habido y hay modales mucho peores en el hemiciclo), sino las ideas que sostiene que no son nada distintas a las de otros diputados más sobrios en la actitud y más circunspectos en la expresión; pero igualmente convencidos de que los derechos reproductivos de la mujer, la igualdad de género o los derechos sociales, son tonterías de la extrema izquierda, excesos que dañan y corroen el orden social, ideas que han llegado a inundar la esfera pública como parte de una oculta estrategia hegemónica a la que tendrían que oponerse con todas las armas retóricas (y llegado el caso, de las otras) que estén a mano y a disposición. Muchas de las cosas que De la Carrera dice, las cree también, y las aplaude, una parte importante de la derecha que lo votó (Vargas Llosa la llamó la derecha cavernaria). Se trata de esa parte de la derecha que por apresuramiento o ignorancia ha malentendido la “batalla cultural” de que habla Cayetana Álvarez de Toledo y la ha convertido en una escaramuza y refriega permanente que es solo cultural en un sentido antropológico (como son culturales las malas costumbres y los insultos), pero que nada tiene que ver con la cultura ilustrada, y la ha transformado en una simple rencilla de excesos y exabruptos destinados a escandalizar, cuyas armas no son las ideas, sino las frases hirientes y exageradas cuyos destinatarios directos, azorados por la agresión, suelen quedar pasmados o en silencio, que es otra forma (como muy bien observó Irina Karamanos) de aceptar la opresión que sobre ellos se ejerce.
El diputado De la Carrera, y todos los otros que piensan como él (incluido el diputado Urruticoechea, que para oponerse al aborto se ha despachado frases igualmente absurdas, que si no llegan a herir es porque son demasiado pueriles), tiene todo el derecho, no cabe ninguna duda, de creer, y esforzarse porque otros crean, que los derechos reproductivos son una extensión indebida de la idea de derechos o que el género es una ideología disolvente de la familia o lo que fuera, pero en ejercicio de su función parlamentaria debiera esforzarse por dar razones en favor de eso que cree y no dedicarse simplemente a elaborar tuits apenas ingeniosos o acuñar pullas y frases hirientes.
Porque lo que hace el diputado De la Carrera (pero para ser justos hace ya tiempo que el payaseo, agresivo o no, de parte de todos los sectores ha anegado las sesiones del Congreso) es, sin duda, una forma de expresión amparada por el derecho; pero no basta expresarse, dar a conocer los propios humores, dejar salir al inconsciente aflojando la censura gracias a la cual existen las virtudes cívicas, para ser parte del debate democrático o contribuir a formar una voluntad común que es aquello a lo que un político debiera aspirar.
Para evitar que siga ocurriendo lo que hasta ahora ha ocurrido es probable que en vez de aumentar las sanciones éticas o limitar la expresión de los representantes (una idea que ahogaría el debate y lesionaría la democracia), sería mejor que los diputados y diputadas que con toda justicia se quejan de los dichos del diputado De la Carrera, principien desde ahora a argumentar y a conversar entre sí esgrimiendo razones, enfrenten al diputado con ellas (diciendo por ejemplo que no se requiere embarazarse para defender el derecho a abortar, como no se requiere ser estúpido para defender el derecho de un diputado a decir estupideces) y se comprometan a no incurrir en demasías y a dejar Twitter y evitar los debates a pantalla doble del matinal, porque el mejor antídoto contra la imaginación hiriente de diputados como De la Carrera es elevar permanentemente la calidad del debate, esmerarse el resto de los diputados en dar razones y argumentar con decencia intelectual, evitando así que el Congreso se transforme, como a veces ocurre con la participación de todos, en una pista de circo o un corral.