Han pasado dos semanas desde que la izquierda sufriera la derrota electoral más dura de su historia. Dos semanas para masticar, dos semanas para rumiar, dos semanas para mirarse en el espejo de sus errores y desvaríos. Supongo que no se trata de un proceso fácil. Después de todo, el 4 de septiembre cierta izquierda jugaba, al todo o nada, un proyecto histórico trabajado durante décadas; proyecto que, según sus defensores, permitiría enterrar de una buena vez el legado de la dictadura y los nefandos 30 años que le siguieron. O, como dijo el senador Núñez, se trataba de acabar con el neoliberalismo en un solo acto. Ese día sería un momento total y totalizante, que condensaba todos los libros y artículos escritos, todos los seminarios dictados y todas las consignas gritadas con furor en tantas y tantas marchas: las grandes alamedas estaban allí, al alcance de la mano. Sin embargo, los ciudadanos no estuvieron de acuerdo. La derrota fue contundente y sin apelación posible. El país que la izquierda había imaginado simplemente no existe, y quizás nunca existió fuera de sus afiebradas mentes. No hay en Chile mayorías disponibles para abolir los 30 años, y los cambios —necesarios— habrán de hacerse en continuidad con nuestro pasado.
La pregunta que surge es, desde luego, cómo seguimos a partir de acá, sabiendo que el primer derrotado fue el Gobierno. En efecto, el oficialismo lo apostó todo al 4 de septiembre, condicionando la viabilidad y ejecución de su programa. Incluso las decisiones de política pública estaban suspendidas a un plebiscito incierto (la reforma de salud, la firma de tratados internacionales, y así). En otros términos, se dio el lujo de dejar de gobernar para hacer campaña —solo así puede explicarse que el equipo ministerial liderado por Izkia Siches haya durado tanto tiempo—. Por lo mismo, el Ejecutivo se ve enfrentado a una disyuntiva extraña, aunque es de su entera responsabilidad: su programa fue duramente castigado en las urnas, pero nadie quiere tomar nota. No tenemos la menor idea de cuál es la hoja de ruta del Gobierno para lo que viene. Por un lado, se insiste en que la voluntad transformadora “sigue intacta”, pero, por otro lado, sabemos que eso carece de viabilidad. Nunca fue más claro que el Frente Amplio no tiene proyecto político, y de allí su incapacidad a adaptarse a las circunstancias: sus posturas son morales y estéticas antes que propiamente políticas.
El Gobierno no saldrá de este entuerto (que, dicho sea de paso, es también el del país) mientras no posea un diagnóstico fino sobre las causas del descalabro. Por eso resulta tan curiosa la ausencia de autocrítica reflexiva, la ausencia de gestos que den cuenta de la derrota. Y esto no pasa por cobrar cuentas (aunque de seguro hay muchos ansiosos), sino por algo más profundo y necesario, pues no podemos darnos el lujo de volver a tener un Ejecutivo desconectado de las inquietudes de los ciudadanos. En este plano, las señales han sido cuando menos erráticas. El Presidente, por ejemplo, afirmó que el problema de la Convención había sido de tiempos, como si los chilenos no estuviéramos preparados aún para comprender el valor de una propuesta tan vanguardista. Es una manera elegante de despreciar al electorado, y de afirmar cierta superioridad epistémica respecto de quienes no somos progresistas —ellos conocen la línea de la historia; nosotros, pobres mortales, la ignoramos—. Sin embargo, esa clave de lectura solo puede conducir a fracasos aún más estrepitosos, pues se priva de los medios para percibir fenómenos que no vayan en la dirección preconcebida. No puede integrar aquello que no calce en su relato global, porque no tiene cómo aprehenderlo.
Tomarse en serio la profundidad de la derrota implica que el Gobierno debe concentrar sus esfuerzos en pocos asuntos. Entre la discusión constitucional y el nuevo ciclo electoral que se inicia el 2024, no quedará demasiado espacio político. Tampoco hay que ser un genio para saber dónde están las prioridades de los chilenos: seguridad, economía, pensiones. Esas deben ser también las prioridades del Ejecutivo, cuyo trabajo es articular mayorías parlamentarias en esos temas. Habrá que sincerarlo alguna vez: el Gobierno no alcanzará a hacer mucho más, y, de hecho, si logra avanzar en esas tres cuestiones, habrá hecho bastante. Por lo mismo, resulta urgente que se margine cuanto antes de la discusión constitucional, en parte porque sus intervenciones la enredan, pero también por un motivo mucho más peligroso. Si la ciudadanía percibe que quienes gobiernan desatienden sus urgencias para enfrascarse en discusiones inasequibles, aumentará la desconfianza respecto de todo el sistema, desconfianza que puede arrasar con todo. El mejor modo de contribuir al éxito del (indispensable) proceso constitucional es haciendo todo lo posible por reconstruir esas confianzas.
El Frente Amplio no es el primer ni el último grupo político que sufre una derrota dolorosa. La interrogante es si tiene las herramientas para procesarla, sacar las lecciones y construir a partir de ella. Dicho de otro modo, el valor de un político no se prueba tanto en los ascensos meteóricos como en la manera de enfrentar las derrotas. Es lo propio de los adultos. Quizás, llegó la hora de convertirse en adultos.