Tiene toda la razón el Presidente Gabriel Boric cuando reprocha al expresidente Sebastián Piñera el silencio que guardó durante toda la campaña constitucional que acaba de concluir.
En realidad no es muy explicable (o es explicable, pero las explicaciones pondrían al desnudo razones puramente oportunistas o lo que es peor tristes e inconfesables) que el expresidente haya guardado un silencio sepulcral durante todos los meses de la campaña constitucional sin decir ni insinuar opinión o punto de vista alguno, como si el asunto le fuera ajeno o indiferente, y que luego del resultado decidiera ofrecer un par de entrevistas en televisión perorando ex post acerca de las cuestiones respecto de las cuales durante tanto tiempo se mantuvo mudo.
Si el expresidente hubiera seguido guardando silencio, como una forma de exiliarse del debate público después de asistir a las reacciones que su figura suscitaba, si su silencio fuera el resultado de una convicción suya, una especie de ostracismo luego del rechazo ciudadano no habría ningún motivo para dudar de su conducta o suponer en ella significados ocultos, y se trataría, por el contrario, de una mudez rebosante de dignidad. Pero no fue el caso, porque lo significativo de este silencio o de cualquier otro no se produce cuando él se mantiene, sino cuando se lo rompe. La pregunta obvia no es entonces por qué calló durante tanto tiempo, sino por qué calló cuando el debate constitucional se realizaba, y habla ahora, cuando el resultado está a la vista. ¿Por qué entonces no y ahora sí? ¿Por qué callar cuando había que decidir y se estaba deliberando acerca de una propuesta, y hablar ahora cuando ya se decidió rechazarla?
En realidad, la ruptura del silencio —porque eso es lo relevante: no que usted guarde un silencio autoimpuesto, sino que decida romperlo— tiene varios significados que conviene analizar.
Desde luego, el silencio del expresidente fue motivado por la convicción de sus cercanos de que su figura y lo que representaba despertaban un amplio rechazo —justificado o no, ese es otro cuento— en la ciudadanía. Y así era exactamente. Por razones que habrá que dilucidar, no todas, para ser justos, atribuibles a su desempeño, el expresidente Piñera se convirtió en una figura que reunía o resumía todo lo que, desde octubre, se quiso rechazar. Ese fenómeno es puramente transferencial; pero toda la política lo es (es lo que dijo Freud en uno de sus escritos cuando advirtió que las pacientes se enamoraban u odiaban al terapeuta. Es la transferencia, dijo. Pero acto seguido agregó que toda relación humana es de transferencia). El amor y el odio al político no es un amor o un odio al político, sino la escenificación de los motivos y malestares que aquejan, o los placeres que halagan, a la ciudadanía.
No había pues nada de raro en el hecho de que la ciudadanía, especialmente la más joven, aquejada por múltiples malestares, acabara transfiriendo su rencor y a veces su odio (para advertirlo es cosa de leer los rayados y las pintadas en las calles) hacia la figura de quien entonces desempeñaba la presidencia.
Lo raro —en realidad no lo raro, sino lo triste— no es que la ciudadanía manifestara esos rencores frente al expresidente haciéndolo culpable de todos los males, sino que de pronto, y aunque con mejores modales, lo mismo hiciera buena parte de la derecha, la que lo invitó, y más que invitarlo lo obligó, en forma tácita pero inequívoca, sin que cupiera una sombra de duda, a callar. En vez de luchar contra esa actitud transferencial que llenó de rencores la actitud hacia el expresidente, en lugar de intentar morigerarla o corregirla llamando la atención acerca de las virtudes de su figura (que alguna tendrá como lo prueba el hecho de que fue preferido dos veces por la ciudadanía), sus viejos aliados, los mismos a los que su figura llevó al poder por dos veces, lo invitó a callar y a apartarse de la vida pública como si fuera un apestado, un indeseable, un impresentable, como si él fuera uno de esos parientes locos o enfermos a los que en las viejas casas se les recluía para que nadie los viera o escuchara o sospechara incluso de que seguían existiendo. Y al hacer esto la derecha confirmó lo que aquellos que rebosaban de rencor hacia el expresidente pensaban: que era el culpable de todos los males y que la única forma de obtener un resultado favorable en el plebiscito era simular que no existía.
Así entonces el expresidente en rigor no calló, sino que se le hizo callar y ahora habla no porque tenga algo interesante que decir (de hecho, en sus entrevistas dijo poco y nada, salvo lugares comunes, cosas así), sino porque tiene algo importante que hacer: tomar una revancha, siquiera pálida, de aquellos que lo excluyeron.