Corcoveos mediante, todo indica que nos encaminaremos a un nuevo proceso constituyente. Con todo lo importante que es la forma en que se elija la nueva convención y el rol que en ella jueguen los expertos, lo es aún más dar con la Constitución que necesitamos, escribir una que sea aceptada y se adecue al Chile del presente y del que está por venir. Un segundo rechazo puede dejarnos mal parados. Los datos duros del último proceso pueden ayudarnos a acertar.
En el apabullante plebiscito de entrada el país rechazó que los parlamentarios participaran en la redacción de la nueva Constitución. A nadie se le ocurrió entonces acompañar el proceso con un comité de expertos. Si alguien lo hubiera propuesto entonces, por seguro habría sido ruidosa y rotundamente rechazado. Si bien las listas de independientes fueron aprobadas después por el Congreso, tuvieron, en la votación, gran aceptación de la ciudadanía.
Menos de un cuarto de los convencionales elegidos fueron de derecha. Uno solo militaba en la DC. La Lista del Pueblo, conformada en la “Plaza de la Dignidad”, al calor de la protesta violenta, obtuvo 800.000 votos y 26 convencionales. Superó por mucho a cualquiera de los partidos políticos. El más votado, la UDI, eligió 17 escaños, al igual que el Frente Amplio. El PS, 16; el PC, 11, y los Independientes por una Nueva Constitución, también de izquierda, 11. No se formó una sola lista de independientes de centro. No era el tiempo.
Fue la ciudadanía la que eligió a 2/3 de convencionales de izquierda. Fue el pueblo quien otorgó particular fuerza a grupos sin raigambre ni historia política. ¿Es razonable ahora sorprenderse con lo que produjo la Convención? ¿Es que el pueblo eligió a Baradit, a Atria, a Stingo, a Llanquileo y a los demás para que se atuvieran a la tradición o para que escribieran una Constitución refundacional, maximalista y partisana? ¿Es que tantos convencionales devinieron en utópicos luego de ser electos o lo eran desde antes y fue precisamente ese rasgo el que los hizo atractivos al pueblo? ¿Es que se eligió a la Tía Pikachú y al Dinosaurio pensando que iban a abandonar sus personajes y disfraces para adoptar las sobrias formas de la Corte inglesa? ¿A qué criticar ahora a los convencionales por no cantar la canción nacional ni enarbolar la bandera si su campaña la hicieron denostando esos símbolos en las protestas octubristas? ¿No es el mismo pueblo el que levantaba banderas mapuches en las marchas multitudinarias el que ahora no quiere oír hablar de plurinacionalidad?
Lo que mejor explica que la obra acordada por 2/3 de los convencionales fuera rechazada por más de un 60% de los mismos que los eligieron son los cambios experimentados por ese pueblo. Solo así se explica que, en octubre del 19, una mayoría legitimaba la violencia y daba el carácter de héroes a quienes la practicaban, vandalizando el centro de las ciudades y enfrentándose a Carabineros, mientras ahora pide a gritos seguridad y orden público. Los convencionales permanecieron fieles a sí mismos. Es el país el que ha transitado desde la exaltación a la moderación. El fenómeno no es enteramente nuevo. Desde 2006 que ninguno de los presidentes elegidos ha logrado que le suceda alguien de su sector ni tampoco mantener su popularidad. A poco andar, el pueblo reniega de sus elecciones.
Es probable que ahora, al igual que a finales de 2019, muchos crean haber llegado a una nueva planicie y es igualmente probable que nuevamente se equivoquen.
Es en medio de estos enormes vaivenes de la ciudadanía que nos disponemos a escribir una nueva Constitución. Es para esa cambiante población que debemos hacerlo. ¿Qué Constitución se puede escribir que se adecue a un país tan voluble? ¿Cuál texto podrá durar 40 años en un país tan cambiante?
Para acertar esta segunda vez, dos máximas parecen imponerse. La primera es que los nuevos convencionales debieran entender que su mandato no es escribir el texto que mejor los represente a ellos o a sus electores, sino aquel que entiendan como mejor para este Chile cambiante y su futuro.
Lo segundo es que el texto no debiera escribir ningún principio ideológico u orientador de la política pública. Para una realidad así de cambiante, las picas en Flandes que pretendan ponerse serán de seguro arrolladas. Lo que cabe es una Constitución de reglas procesales capaces de disciplinar bien la competencia política, la que, por seguro, nos seguirá trayendo nuevas sorpresas.
La Constitución no es el lugar para imponer utopías ni para intentar detener una historia así de inestable.