Si me preguntan qué pasó el domingo, solo tengo una respuesta que darles: “No sé”. Fue maravilloso para aquella gran mayoría de chilenos que rechazamos la propuesta de la Convención, pero ignoro el significado profundo de lo que hemos vivido. Esta semana ha venido a mi mente una imagen recurrente, la de esas películas donde unos exploradores ávidos de riquezas se meten en el templo de una antigua civilización: cavan, rompen muros milenarios y, en su típica locura moderna, turban la paz de algún espíritu atávico que se despierta enojado y los aniquila a todos, salvo a alguno que sobrevive para contarlo.
Sin embargo, no fue ira lo que vimos, ni siquiera la justa ira del manso. No indicaban enojo ni venganza esas miles de banderas chilenas que, en pocos minutos, se transformaron en un espontáneo símbolo de la celebración. Ellas señalaban algo más profundo, que no alcanzo a ver a cabalidad.
Ciertamente, no fue cuestión de derechas e izquierdas, era otra cosa. Lo que aquí apareció no fue simplemente un cálculo del tipo “apruebo para reformar” o “rechazo para hacer algo nuevo”, sino un fenómeno distinto. El domingo pasado vimos en acción, imparable, una suerte de fuerza ancestral. Ella salió del país, como surgen de nosotros energías insospechadas cuando estamos ante un gran peligro y hacemos cosas que jamás imaginábamos que podíamos lograr y que, por supuesto, no seríamos capaces de repetir.
Quilleco, Angol, Collipulli, Negrete, Contulmo, Petorca, Retiro son los nombres de esta historia. Frente a ellos, el clasismo de cierta izquierda progresista solo encuentra una explicación: “fueron engañados, no entienden lo que estamos haciendo por ellos”. Al parecer, esos sectores populares no se dan cuenta de las bondades de separar el agua de la tierra; de dividir a Chile en diversas naciones, y de decidir nuestros conflictos con un avanzado enfoque “sexogenérico”: “incultos y malagradecidos”, eso fue lo más suave que les dijeron. Esa izquierda representa el nuevo despotismo ilustrado: “todo para el pueblo, pero sin el pueblo”.
¿Qué significado puede tener para el futuro esta singular marcha de 7.882.958 personas, la más grande de nuestra historia? Lo ignoro, pero ciertamente, abre un camino para la esperanza. Nos lleva a pensar que el naipe podría barajarse de una manera muy distinta. Conservamos grandes diferencias, pero ya está claro que, aunque en Colombia el Presidente Petro nos diga lo contrario, el escenario político chileno se define hoy según variables muy distintas de aquellas que nos han dividido desde hace medio siglo. El esquema del “Sí” y el “No” parece haber quedado atrás por primera vez.
El triunfo del “Rechazo” muestra claramente lo que puede significar una centroizquierda consciente de sí misma, capaz de entrar en diálogo y de entenderse con la derecha cuando el bien de Chile está por medio. Esto es exactamente lo contrario de la voluntad excluyente manifestada en la Convención por el Frente Amplio, el PC y los distintos grupos identitarios.
Ahora bien, esa disposición al entendimiento exige mantener las confianzas. Uno puede apreciar la Constitución vigente, pero en la vida y en política resulta básico honrar los acuerdos. La convergencia entre estas distintas sensibilidades se produjo sobre el supuesto implícito y explícito de que íbamos a tener una nueva Carta Fundamental, que recoja la rica herencia de las constituciones precedentes y contenga los cambios que se estimen necesarios. Ninguna euforia por ningún triunfo puede llevar a que uno se olvide de ciertas exigencias básicas de la respetabilidad política.
Yo no espero mucho de las constituciones, pero soy consciente de que existe un acuerdo bastante amplio entre quienes saben qué es una Constitución y no la confunden con un programa de gobierno. Ese consenso incluye no solo a los constitucionalistas del “Rechazo”, sino a los que proponían “Apruebo para reformar”. En otras palabras, podríamos estar ante el insólito caso de que las voluntades de las élites y aquella disposición que inequívocamente mostraron los ciudadanos puedan finalmente coincidir.
Los chilenos no han cambiado. Desde hace dos décadas dicen siempre lo mismo en cada elección: quieren cambios sociales importantes, pero con moderación y estabilidad. La alternancia de gobiernos de distinto signo y el contraste entre la popularidad con la que comenzó la Convención y el rechazo absoluto a su resultado no muestran un electorado voluble, sino una ciudadanía perfectamente coherente que de modo sistemático se siente defraudada por las élites.
Ignoro si el equipo del Presidente Boric interpretará bien este mensaje, pero el Congreso y los partidos políticos sí podrían hacerlo. Si lo hacen, contaremos con un nuevo clima político y, a la vez, comenzaría a sanar la endémica fractura entre la ciudadanía y las élites, que tan cara nos ha costado.
No tengo claro qué pasó el domingo. Pero me atrevo a decir que un proceso constitucional modesto, sin maximalismos, que no pretenda refundar nada, sino definir las reglas del juego básicas para nuestra convivencia política y ayudar a encauzar los cambios sociales que esperan muchos chilenos, estaría en perfecta consonancia con lo que hemos vivido hace una semana. Esto vale, aunque aún no sepamos bien en qué consistió.