La narrativa del rumano Mircea Cartarescu no está quieta en lo real, no se establece en el universo cotidiano del mundo tal cual se experimenta de modo ordinario, ese universo compartido, sobre el cual pueden conversar distintas personas, entenderse en torno a situaciones, imágenes, historias e individuos que tienen elementos en común y están sometidos a las mismas reglas en su acontecer. Eso que se llama “la normalidad”. En Nostalgia se traban cinco narraciones: “El ruletista”, “El mendébil”, “Gemelos”, “REM” y “El arquitecto”, que operan no para desarrollar la normalidad, sino, al contrario, más bien para crear realidades paralelas en que, desde el ángulo de esa normalidad, significan una grave alteración.
El lazo entre esas narraciones es apenas perceptible y corre en sordina sin perturbar la autonomía de cada novela, pero, como sugiere el título, alude —indirectamente— a una época o estado de la vida del lector en que la lógica interna de su pensamiento se despliega de una manera que ha olvidado y a la cual no puede regresar. Se podría llamar a este género de narraciones como surrealista, suprarrealista, fantástica, aunque el nombre no es lo sustancial. La ficción hace un trabajo que funciona en la desestructuración de lo real cotidiano.
La estrategia de Cartarescu para sacar al lector de lo real es, precisamente, partir de lo real y, enseguida y de modo súbito, llevarlo al mundo de lo irreal. Es una suerte de explosión narrativa. El punto de partida, que luego se va deshaciendo, suele ser una obsesión. En “El ruletista”, una de sus novelas más célebres, la obsesión inicial es la que experimenta el narrador-personaje por un antiguo compañero de colegio que siempre se caracterizó por su absoluta mala suerte; en “El mendébil”, es la del personaje-narrador por un compañero de sus juegos infantiles que es capaz de hipnotizar con relatos y pensamientos de insólita sutileza, o en “El arquitecto”, por un individuo que se obsesiona por el desperfecto de la bocina de su automóvil. El punto de partida es de un grosero realismo, un realismo insignificante —como en “Gemelos” es el meticuloso afeitarse de un joven— cuya insignificancia es descrita dentro de un paisaje que procura representar la grisura del “socialismo real”. A partir de ese punto, la narración entra en un vórtice cuyo crescendo va siempre en aumento en el alejamiento del punto de partida, alejamiento que es de una intensidad cada vez mayor. Se podría decir que su narrativa plantea una escapatoria de una realidad hostil a través de la ficción, escapatoria que, a menudo, se frustra, porque el narrador desmonta a su vez la ficción, retornando a la realidad inicial, la cual, a su turno, no es la ficción de lo prosaico, sino de una partida que se encuentra antes de esa ficción. En “El mendébil, por ejemplo, después de exponer el arrobamiento extático del narrador ante el destino del niño genio de su infancia, el autor cierra el relato, haciendo aparecer un segundo narrador —el escritor— que encuentra por casualidad un manuscrito en el cual halla el relato que habíamos recién leído y que esconde para evitar que su señora lo bote como ya ha ocurrido antes con otros.
Es frecuente que Cartarescu emplee la táctica posmoderna de introducir al narrador en una secuencia de narraciones que se amplían y se niegan a sí mismas de modo que una ficción cancela a la anterior y pone, finalmente, en entredicho la realidad en que se encuentra el mismo lector. Esa operación la realiza con mayor simplicidad —y maestría, cabe decirlo—, por ejemplo, Julio Cortázar en su conocido relato “La continuidad de los parques”. Cartarescu le quita el piso a su relato, lo hace retroceder hacia una ficción anterior y así sucesivamente a otra anterior, de modo de poner al lector ante el abismo de si su propia realidad no es acaso otra ficción. Para lograr este mise en abyme, Cartarescu, siguiendo una tradición de cierta narrativa rumana, recurre insistentemente al mundo onírico, como ocurre, de modo arquetípico, en su novela “REM”.
La prosa del escritor rumano es barroca, cargada de imágenes y de giros que enlazan en parábolas largas, secuencias interminables —sobre todo en sus narraciones más extensas como “Gemelos” o “REM”—, provocando un no menor cansancio en el lector.
Es indudable, no obstante, la habilidad de Cartarescu en la invención de historias que se mueven dentro de un plano que podría calificarse como de lo siniestro maravilloso. En este plano asombra por el vértigo que supone su imaginación, una imaginación febril, pero que mantiene cierta lógica interna que permite a la propia imaginación despertar, salir por algún tiempo de lo cotidiano y sorprenderse por las virtualidades crecientes que el autor ofrece y en las cuales no falta un oscuro sentido del humor.