A casi seis meses de su instalación, el Gobierno pareciera exhibir un caso de disonancia cognitiva en materia económica. En psicología se habla de disonancia cognitiva cuando hay un conflicto entre dos o más ideas que tiene una persona, o entre sus ideas y su conducta, algo así como querer manejar un auto pisando el acelerador y el freno al mismo tiempo, cuestión que obviamente termina mal. En la conducción económica tampoco resulta cuando se empujan dos agendas contradictorias.
En el discurso se ha mencionado por parte de las autoridades económicas la necesidad de aumentar la competitividad y productividad de nuestra economía y recuperar la capacidad de crecimiento. En concreto, no solo no se ha presentado nada en esa línea —nada por el lado del acelerador—, sino que, en la práctica, se observan acciones concretas que colisionan y son un verdadero freno a esas intenciones.
La necesidad de recuperar nuestra capacidad de crecimiento concita amplio consenso, al menos en lo discursivo. No es de extrañar, ya que las estimaciones de crecimiento de mediano plazo están muy por debajo de lo histórico. Hoy se proyecta algo por debajo de un 3%, muy por debajo al 5% estimado en el pasado. El consenso de fortalecer nuevamente nuestra economía, sin duda que radica en el hecho que los avances sociales de los últimos 30 años han estado determinados por el desarrollo de ella. Pero mientras en el discurso está presente la necesidad de empujar una agenda para recuperar el desarrollo, en los hechos nuestras autoridades económicas han priorizado una agenda de reformas que podría dificultar aún más la tan ansiada recuperación.
Cuando las intenciones de un gobierno chocan con las medidas que este mismo propone, las consecuencias son previsibles. En el plano de las intenciones, comparto con el Gobierno la necesidad de contar con mejores salarios, de avanzar hacia una jornada laboral que permita también desarrollar otras actividades más allá del trabajo, de recuperar la senda de la responsabilidad fiscal y de mejorar las pensiones. Pero las políticas que se anuncian en función de esos objetivos amenazan con frustrarlos, por compartidos que sean estos.
Ese es el problema que, en conjunto, representan los anuncios hechos en materia de salario mínimo, jornada laboral, aumento de impuestos y pensiones. Para dimensionar el eventual impacto de los aumentos del salario mínimo en el mercado laboral, se debe tener presente que de acuerdo con la Encuesta Suplementaria de Ingresos, el año pasado la mitad de los trabajadores tenía ingresos laborales inferiores a $480.000, y si solo consideramos el sector de empleo formal, casi el 30% de quienes cotizan en el sistema de pensiones lo hace por un salario inferior a los $500.000. Siendo esa la realidad, ¿se puede ignorar el efecto que tendría, en términos de actividad y formalidad en nuestra economía, pretender aumentarlo a $500.000?
Cuando se discute el límite de la jornada laboral semanal a 40 horas, se debe considerar que el número de horas efectivamente trabajadas es 37, con un límite máximo fijado por ley de 45. Una reducción forzada de la jornada laboral sin el consiguiente aumento de productividad probablemente tendrá efectos en los salarios y futuras contrataciones, salarios que durante los últimos nueve meses han venido cayendo en términos reales.
El proyecto tributario busca aumentar la recaudación fiscal en más de un 20%, con un fuerte sesgo hacia la tributación del capital, lo que debilita aún más los incentivos a invertir en el país. Cabe preguntarse por qué esta reforma no cuenta con un informe de productividad que evalúe efectivamente sus efectos en la economía.
En materia de pensiones, si bien aún no se conoce el detalle, todo apunta a que la propuesta del Gobierno, más que aumentar el ahorro forzoso para el pago de pensiones futuras, termine teniendo el efecto práctico de un nuevo impuesto al trabajo.
Si a esta nutrida agenda se suma la campaña impulsada desde el Gobierno para aprobar la propuesta constitucional, que a mi juicio erosiona las bases de desarrollo de nuestro país, refleja, por decir lo menos, un débil compromiso por parte de nuestras autoridades económicas con un futuro en que la prosperidad de las personas sea una prioridad, en el que volvamos a ser un país atractivo para invertir, con reglas del juego estables y certezas jurídicas. No es casualidad que ocho de los últimos 10 ministros de Hacienda hayan manifestado su rechazo a la propuesta constitucional.
Manejar un auto con el pie en el acelerador y otro en el freno no deja avanzar. Una agenda económica donde se habla de crecer, pero a la vez se construye un ambiente contrario a ello, tampoco nos permitirá hacerlo.