La divulgación de un video en que se ve a la primera ministra de Finlandia bailando en lo que ella misma definió como una fiesta “algo salvaje” y el reciente acuerdo de los diputados y diputadas para someterse a un test de drogas, trae a la esfera pública el viejo tema de las relaciones entre la privacidad y la política.
La privacidad, vale la pena comenzar por esto, es un derecho que casi se confunde con la individualidad. Si cada persona fuera transparente frente a los demás, si lo que hace, dice o incluso, para sus adentros, piensa, fuera conocido de los otros, sin ningún pliegue oculto o escondido, la propia idea de individuo acabaría desapareciendo. La individualidad de las personas (y esto incluye a los políticos desde Finlandia hasta Chile, desde S. Marin hasta G. Boric) se dibuja con sombras. Si todo fuera luz y las sombras no existieran, su silueta tampoco existiría. Una persona sin un pliegue de misterio, se confundiría totalmente con los roles que desempeña: sería no una persona sino un rol. Las personas establecen relaciones personales con las demás confiando parte de su privacidad o negándola. Si la privacidad no existiera, tampoco existirían los lazos con los demás.
Así entonces, cabe concluir que todas las personas, incluidos los políticos, tienen derecho a la privacidad, a mantener parte de lo que son, hacen o dicen, lejos de la vista y el oído de los otros.
Sin embargo, ser político o política tiene sus servidumbres. El nivel de protección de un político es menor que el que merecen los ciudadanos de a pie. Y la razón es obvia: el político tiene en sus manos el poder del Estado y está animado por la pretensión de conducir a otros. Los ciudadanos tienen, entonces, interés en averiguar si quien tiene las riendas del Estado es competente y si los valores que proclama guían también su vida.
De ahí entonces se sigue —y esta es una regla generalmente admitida— que los políticos tienen un umbral de protección de su privacidad más débil que aquel de que disponen los ciudadanos. De esta manera, los actos y omisiones que en una persona cualquiera no merecen ser investigados o sometidos a escrutinio o divulgados (como la fiesta, los atrasos o cosas así) pueden ser investigados o divulgados cuando se trata del político, sin que ello pueda ser reprochado como un atentado a su privacidad. Por supuesto, la ministra de Finlandia tiene toda la razón en estar molesta con aquel que violó el deber de discreción que impone la amistad; pero no puede quejarse de los periodistas que divulgan esas imágenes (por lo demás, bastante inocentes) ni menos de sus opositores que, sirviéndose de ellas, insinúan consumos ilícitos.
¿Se sitúa en esa línea el acuerdo de diputados y diputadas por hacerse test de drogas?
No, no es lo mismo. Y de hecho el test podría obrar en contra del escrutinio a que los ciudadanos tienen derecho. Porque no se trata de que cada político informe de lo que hace, come, bebe o ingiere (o de lo que no). Se trata de que ejerza bien su labor y que cuando no lo haga, la prensa y los ciudadanos investiguen y lo pongan bajo la lupa. Pero hacerse un test de drogas tiene el peligro de que su poseedor lo transforme en una patente de corso para hacer o decir cualquier cosa, arguyendo que es una persona sobria. Pero todos saben —y hay dos o tres ejemplos en el Congreso— que la gente sobria puede decir o hacer tonterías con frecuencia o estar animada por malos propósitos o mal entender su labor. Es mejor respetar la privacidad de todos los políticos recordándoles, sin embargo, que los ojos y oídos de la ciudadanía (es decir, de la prensa) están encima haciendo el escrutinio de su comportamiento.
En un mundo donde la prensa funcione y el debate democrático también, este tipo de test no es necesario. Y donde la prensa no funciona bien y el debate democrático es flojo, ese tipo de test es inútil.
Después de todo, es peor que un político haga o diga tonterías con dedicación casi profesional o que en vez de leer informes se dedique a leer Twitter o a escribir en él, que el hecho de consumir en sus horas libres y en la privacidad de su hogar marihuana. Lo que importa, en otras palabras, es cómo el político desempeña su función. Es este desempeño el que hace relevante lo demás. Si hace o dice tonterías, entonces hay que investigar si ello es fruto de la estupidez o la ignorancia (en este caso la cura es difícil) o resultado de una adicción. Pero pretender que un test acredite algo relevante para el quehacer del político es fariseísmo, y equivale a confundir los deberes de conducta que impone el rol de político, con los hábitos de vida que tiene derecho a elegir. Sí, pero se dirá: ¿acaso no podría ser objeto de extorsión por parte de quienes lo proveen o adquirir compromisos ilícitos? De acuerdo, pero en tal caso, ¿por qué no rendir pruebas de sus preferencias sexuales, someterlo a hipnosis y develar sus fantasías u otras costumbres que, si se revelaran, podrían avergonzarlo y exponerlo a extorsiones? No hay caso, no es sensato exigir pureza ex ante.
Es mejor juzgar a la gente —también al político— por su conducta en el cumplimiento del deber, no por sus hábitos.