El asunto es conocido de sobra. Del Río es un periodista y conductor televisivo que, de pronto, fue sacado de un programa. Se dieron varias explicaciones para su ausencia: que se le quería proteger, que era muy de derecha y, por lo mismo, parcial en sus intervenciones, que hablaba demasiado.
El diagnóstico generalizado fue que se trataba de un caso de censura.
¿Lo fue?
Por supuesto que no. Ello, claro, no significa que la medida haya sido correcta o bien intencionada; pero de ahí a llamarla censura es estirar demasiado las palabras. El de Del Río no es un caso de libertad de expresión.
Si el director de un diario decide, de pronto, que un columnista es reiterativo y predecible, aburrido o partisano, y decide cambiarlo (nada de esto vale para Del Río y aquí va solo como ejemplo), sería ridículo decir que el columnista en cuestión es víctima de una censura. Lo correcto sería decir que simplemente se le evalúo mal, que se consideró que no lo hacía bien, o no todo lo bien que los directores del medio esperaban, que llevaba demasiado tiempo, que hay alguien mejor esperando allá afuera, que se requería mayor pluralidad de voces o, de plumazo, cosas así, y que por eso se le apartó. Y desde luego, podría discutirse si, al revés de ese diagnóstico, en realidad lo hacía bien, era original, nada partisano y muy inteligente. O sea, podría discutirse si la medida era o no correcta.
Pero decir que es censura es incurrir en una demasía intelectual.
Lo que en este caso pareció ocurrir es que una directora incumplió uno de sus deberes fiduciarios (el de reserva), dejándose llevar por esa pulsión adolescente de escribir en Twitter. Y que el directorio en su conjunto pareció por momentos creer que de lo que se trata en un canal público no es de pluralismo, sino de distribución casi aritmética de los puntos de vista, sin importar su calidad.
Todo eso, claro, descontado que hoy se busca por aquí y por allá incidentes que permitan dar plausibilidad a algo que se decretó prematuramente por algunos: que el Gobierno no cree en la libertad de expresión.
Todo eso junto condujo entonces a sostener que este era un acto de censura destinado a acallar a una voz disidente del Gobierno.
Absurdo.
La censura es un acto coactivo, o presumiblemente coactivo, ejecutado por el Estado o alguno de sus órganos con miras a impedir que alguien emita una determinada opinión o divulgue un determinado tipo de información. Los periodistas suelen hacer ambas cosas (emiten opiniones y divulgan información); pero de ahí no se sigue que cada vez que se vean afectados por una medida de la empresa en que trabajan se les está censurando. Afirmar eso, o siquiera sugerirlo, conduce al absurdo de creer que el periodista posee una suerte de título moral sobre su puesto de trabajo y que, a diferencia de un trabajador común y corriente que carece de cualquier coraza moral a la hora del despido o del cambio de funciones, él sí posee una. Pero es obvio que algo así es simplemente ridículo. Los periodistas, como cualquier otro trabajador, lo pueden hacer bien o mal, con mayor o con menor talento, vocación o esfuerzo, y al igual que todos están sujetos a escrutinio del medio en el que se ganan la vida (y a veces harto más que la vida).
Tratándose de un medio público, es razonable que quienes lo dirigen cuiden con esmero el equilibrio entre todas las posiciones y puntos de vista; y si llegan a la conclusión de que ese equilibrio se ha roto o se ha estropeado, el deber de quienes lo dirigen es corregirlo de una manera, por supuesto, sensata. Y desde luego, puede criticarse la sensatez de la medida o detectarse su estupidez flagrante; pero no puede decirse, sin más, que se trata de un acto de censura.
Y los directores, por su parte, tienen deberes fiduciarios y de reserva a cuya altura deben estar. Y los transgreden cuando, en vez de discernir y deliberar el curso del medio cuya supervisión les ha sido confiada, emiten opiniones por las redes, dejándose contagiar por esa tonta epidemia de los ciento cuarenta caracteres.
Las últimas informaciones indican que el periodista ha retomado, o retomará, sus funciones. Solo cabe esperar que no se le reciba como si fuera un soldado que vuelve indemne de un asedio, o un héroe de la libertad de expresión, o alguien que se ha salvado de las garras del totalitarismo, o que se hagan discursos o alocuciones de desagravio, o que él mismo hable como Fray Luis de León saliendo de su mudez. Se trata de un muy buen periodista, sin duda (aunque suele abusar de la analogía gruesa al dar sus opiniones como si sus auditores fueran estúpidos), e hizo muy bien el canal en reincorporarlo, pero no porque haya enmendado un acto de censura, sino porque corrigió lo que era simplemente una torpeza.