Sería ético que existiera un Crecimiento Mínimo Garantizado. Por supuesto, no hablo de llegar al absurdo de crearlo por ley, pero sí que debería ser parte esencial del debate político y económico. En ausencia de un compromiso ético con el crecimiento, todos los discursos encendidos sobre prioridades y promesas sociales terminan siendo retórica vacía y un engaño para los más necesitados.
¿De qué magnitud sería la indignación si la política chilena decidiera hoy cortar en más de 30% el monto del gasto social por persona en condiciones de pobreza? Esta pregunta no es simplemente retórica, pues la realidad es que lo que el país ha podido hacer en materia social lo ha logrado con niveles de crecimiento sustantivamente más altos que los que se anticipan y aceptan autocomplacientemente.
Anótese este dato: en los “30 años” tan comentados, el gasto social por persona en condiciones de pobreza en Chile se multiplicó cerca de 33 veces (cálculo con base en “pesos del mismo año”, 2021) e influido en parte importante por la caída de la población que vive en esas condiciones. Pero se mire como se mire, es un logro monumental.
¿Pero habría sido posible aquello en un país que creciera al 1%, 2% o 3%?
Quizás los que tienen a la OCDE como punto de referencia quedarían conformes con alcanzar una tasa de crecimiento de un 3% en un par de años más, cifra superior al promedio que proyecta el Banco Mundial para ese grupo de países. Pero quedarse tranquilo implica ignorar la realidad y la historia.
La tasa de crecimiento de estos últimos 30 años, hasta que llegó la pandemia, fue en promedio un 4,6%, siguiendo una ruta descendente. De manera decisiva para establecer una base sobre la que el país crecería en las décadas siguientes, durante los años 90 nuestra economía creció a una tasa de 6,2%. En la siguiente década lo hizo a un 4,2% y en la siguiente, apenas a un 3,3%. En promedio, para este y el próximo año se proyecta un crecimiento bajo un 1%, el peor desempeño en estas tres décadas si dejamos afuera el primer año de la pandemia. Del 2024 en adelante, nuevamente se estima que creceremos a tasas cercanas al 3%.
Sobre el valor de dicha predicción, vale la pena recordar que en los últimos 20 años el crecimiento económico efectivo ha estado por debajo de lo que indicaban las estimaciones relativas a nuestro producto tendencial. Pero incluso si asumimos que efectivamente volveremos a la senda de crecimiento tendencial de nuestra economía, ¿podemos estar éticamente tranquilos y contentos con dicho 3%?
Crecimiento es trabajo, movilidad social y siempre vale la pena recordar que entre los años 1990 y 2017, de acuerdo al Ministerio de Desarrollo Social, más del 90% de la reducción de la pobreza fue consecuencia del crecimiento económico. La principal fuente de ingreso permanente de los hogares proviene del trabajo, frente a ello no hay bono que compita. Pero el crecimiento también es recaudación y posibilidades de redistribución.
¿Dónde estaríamos hoy si nuestra economía hubiese crecido al 3% durante las últimas tres décadas? La reducción de la pobreza desde un 68,5% a un 8,6% el 2017 no se habría materializado. En términos fiscales, el panorama también sería dramáticamente distinto. Entre los años 1990 y 2019 el gasto fiscal total se multiplicó en términos reales casi seis veces. Pasamos de un gasto fiscal por habitante el año 1990 de algo sobre $700 mil a casi $2,8 millones el 2019 (en pesos del 2021). Ello permitió un aumento aún mayor del gasto social. Como señalé antes, los mayores recursos fiscales, sumado a la caída de la población que vive en condiciones de pobreza, permitieron aumentar el gasto social por persona en condiciones de pobreza, desde $630 mil a $20,7 millones el año 2017.
Pero si nuestra economía hubiese crecido tan solo en un 3% al año en estas tres décadas, nuestra economía sería solo un 64% de lo que llegó a ser prepandemia. Cuando nos imaginamos Chile con una economía un 36% menor que la actual, su realidad sería muy distinta y en lo social, dramáticamente distinta.
Por eso es que el crecimiento es un desafío ético. Por eso la autocomplacencia de aspirar a promedios de países de realidades muy distintas entre sí no es compatible con las promesas del momento. No existe bala de plata ni mágica para retomar la senda de crecimiento que en el pasado dimos por segura y que claramente perdimos. Si ni volvemos a reinstalar en la agenda pública, y con el cariz ético que corresponde, el debate sobre el dinamismo de la economía, aquello de que “los pobres no pueden esperar” se transformará, cada día más, en una realidad en que cada vez más pobres deberán esperar más.