De Aylwin recordaremos su empeño por pacificar el país; de Frei, su ingente tarea por insertar a Chile en la comunidad internacional; de Lagos, su preocupación por los grandes proyectos nacionales. ¿Qué recordaremos de este gobierno? Es difícil dar un juicio seguro a esta altura, pero las noticias de esta semana parecen confirmar algunas tendencias preocupantes.
Hasta el miércoles, Héctor Llaitul era simplemente una persona que propagaba determinadas ideas, hoy la autoridad apunta contra él nuestra Ley de Seguridad Interior del Estado. Aquí el problema no es si la medida está justificada, porque sería difícil encontrar un caso que cuadre mejor en el propósito de esta norma. La cuestión es que este cambio repentino ya no nos extraña. Parece que los vaivenes en sus propósitos constituyen una nota característica de los nuevos gobernantes.
Al principio veíamos con simpatía esta actitud humilde de quien rectifica cuando se ha equivocado. A esta altura, ya comienza a ser un motivo de inquietud. Ciertamente, la política requiere mucha flexibilidad; sin embargo, eso no es lo mismo que una constante improvisación. Pedir perdón es de sabios, pero la sabiduría no consiste en verse constantemente forzados a pedir perdón.
Con sus constantes cambios de postura, nuestros gobernantes horadan su credibilidad, deterioran la imagen de la autoridad, devalúan la actividad política y plantean un modelo equivocado para quienes ocupan cargos públicos, donde uno puede hacer cualquier cosa, siempre que después pida las disculpas correspondientes.
Resulta imposible no pensar en esos futbolistas que derriban al adversario en los tres cuartos de cancha y luego le tienden la mano para levantarlo. Cabe que suceda una vez, pero cuando el procedimiento se transforma en rutina, uno puede pensar que está en presencia de algo semejante al “antifútbol” que popularizó en los años setenta Estudiantes de La Plata, los famosos “pincharratas”.
En el caso chileno, la situación sería bastante más delicada que la simple improvisación de quien carece de experiencia. Las declaraciones de la ministra Camila Vallejo en orden a que, a pesar de las denuncias de intervencionismo electoral, seguirán adelante con su política “informativa” parecen dar cuenta de una actitud bien pensada.
Como en el antifútbol, cabe que el árbitro (en este caso, la Contraloría) se demore en actuar; o que la sanción sea leve y tardía; o incluso que establezca que las autoridades no se han salido explícitamente de los márgenes de la legalidad. En todos estos escenarios las infracciones habrán resultado muy rentables, por más que deterioren severamente la calidad del juego político.
Nuestra política anterior tenía muchos defectos: había hipocresía, debilidad, egolatría o simple frivolidad. Pero hasta ahora, nadie había instaurado de modo generalizado la práctica de avanzar a codazos y luego pedir perdón. Si este sistema se generaliza, no solo se devaluará la actividad política, sino que sufrirá una auténtica degradación. Que este proceso sea llevado a cabo precisamente por quienes venían a producir una renovación moral de nuestra vida pública no deja de ser una gran paradoja.
Cinco meses no constituyen un tiempo suficiente para hacerse una idea adecuada de la identidad de una gestión de gobierno; con todo, es posible que las dos tendencias aludidas estén conectadas. Cabe que el “yerro y luego pido perdón” sea funcional a la actitud inexorable que han exhibido las nuevas autoridades a la hora de echar de los organismos estatales a numerosas personas que no tenían un especial compromiso político; al seguir una conducta ante el plebiscito que no se condice con nuestra tradición republicana y que las dejará mal paradas, en cualquier escenario, después del 4 de septiembre, o al desechar la posibilidad única de postular al jurista Claudio Grossman a la Corte Internacional de Justicia, para preferir proyectos más funcionales a su línea doctrinaria. Es posible que se trate de un fenómeno pasajero, fruto de la convicción del Gobierno de que, aunque muchos de sus integrantes sean veganos, la proximidad del plebiscito exige poner toda la carne en el asador, al costo que sea.
Sin embargo, las autoridades parecen olvidar que todavía les quedan tres años y medio en La Moneda y que, independientemente del resultado que arroje el acto del 4 de septiembre, y particularmente si gana el Apruebo, van a requerir una gran capacidad de entendimiento.
Entonces no servirán los codazos ni los fouls sistemáticos, sino que será necesaria la negociación política, una práctica que supone mucha confianza y también amplio apoyo ciudadano, que son los activos que durante estos meses se han empeñado en destruir.
El problema, entonces, no son los cinco meses, sino esos inquietantes tres años y medio que nos faltan. Puedo estar profundamente equivocado, pero me parece que así no se puede gobernar. No, al menos, cuando un país tiene los problemas de seguridad pública básica que hoy enfrentamos, las presiones inflacionarias actuales, el difícil panorama económico que se nos viene por delante y la urgencia de llegar a acuerdos mínimos en un país dividido. A menos que el Gobierno piense que este es un partido que se juega mejor en solitario.