Cada vez se instala con más fuerza que el 5 de septiembre se debe reiniciar el proceso constituyente cualquiera sea el resultado del plebiscito. Lo pide la opinión pública, conforme señalan las encuestas, si sumamos a quienes están por aprobar y reformar y por rechazar y retomar.
Desde la bancada del Apruebo, lo apoya el PPD y ha terminado por aceptarlo el Presidente. Los expresidentes, y con particular fuerza Lagos, han abogado por esa idea. Entre los partidarios del Rechazo no son solo los socialdemócratas quienes plantean que el triunfo de esa opción debe implicar retomar el proceso constituyente, sino que también empieza a vocearlo la derecha, ya veremos si lo hace más claramente.
Pero y si una Convención elegida popularmente que aprobó por 2/3 cada uno de sus artículos no logró elaborar un texto que interpretara a una clara mayoría, ¿quién podrá hacerlo? ¿Cuándo será el momento constituyente, la hora definitiva?
Las constituciones suelen nacer en momentos convulsionados y de crisis; de mucho cambio y de no poca incerteza. Fue así en los Estados Unidos, en Alemania, en Sudáfrica y en España. Entre nosotros, después de la batalla de Lircay, luego de una guerra civil en 1891 y en el torbellino de los años 20. En esos convulsionados momentos nacen y mueren proyectos constitucionales. Permanecen los textos que logran empaparse de una o dos ideas fuerza que representan la salida de la crisis, que auguran el fin del malestar. También aquellos tras los cuales existe un líder fuerte que se encarga de instalar el nuevo texto. Fue el caso de Mandela, de De Gaulle en la V República; de Alessandri en los años 20; de Portales, aún muerto en nuestro orden del siglo XIX; de Washington y de Lincoln, en los dos grandes momentos constitucionales de los EE.UU.
¿Cuál ha sido la idea fuerza detrás del proyecto de la Convención? Desde luego, indigenismo; pero también ecologismo y feminismo. Sobre todo, el texto transpira una cuota no menor de estatismo, o al menos de antiliberalismo. Diversas fuerzas (colectivos) representaron y pujaron por cada una de esas ideas. Unos cedían a las propuestas de los otros, a condición de que se incorporan las suyas. El resultado es la desmesura. Ni la contención ni la sobriedad caracterizan a ese texto. Le entraron a la hoja en blanco como niños hambrientos le entran a una chocolatería.
Me parece que la gran mayoría de quienes llegaron a la Convención lo hicieron convencidos de que lo que había hecho crisis era lo que se dio en llamar “el modelo” y que lo que había fracasado eran los 30 años. Entonces escribieron una Constitución para cambiar el modelo y para que en los próximos 30 años no pudiera permanecer el orden social y político de los pasados 30.
Pero no hay una franca mayoría que quiera encaminarse hacia el nuevo orden que le ofrece la Convención. Los partidarios de ella amenazan con nuevos estallidos, con permanecer en la crisis del 2019, si su proyecto no se adopta. Los detractores, con que el nuevo orden que ofrece la Convención traerá otras y más graves crisis.
Y si no existen consensos sociales ni liderazgos fuertes que permitan el triunfo de un modelo sobre otro, de una idea de país sobre la otra, ¿qué hacemos para salir de este lío?
Una forma razonable de salir de una crisis así es aceptar que aún no cristaliza un modelo estable y renunciar a consagrarlo en la Constitución. Esta, en cambio, puede hacer una contribución significativa si establece partidos políticos transparentes y democráticos; si consagra un sistema electoral que garantice representatividad y un número de partidos reducido, si hace ágil el proceso legislativo. Así, podríamos optar por una Constitución que prometiera no mucho más, pero tampoco menos que un régimen político capaz de responder con prontitud y eficiencia a las demandas ciudadanas. Una Constitución así no sentaría las bases del régimen de salud, educación o seguridad social, pero sí establecería mecanismos políticos que permitieran que las mayorías electas lo hicieran. Una Constitución así no tendría preámbulo ni muchos principios. Le bastarían reglas políticas y un conjunto de derechos sobriamente escritos.
Una Constitución así exigiría a todos renunciar. Sería un pacto de contención constitucional. Una promesa de no debatir aquí sobre modelos, sino en las periódicas elecciones. En las actuales condiciones, de cierta confusión y polarización, una Constitución así, fundamentalmente de buenas reglas políticas, sobria y neutra en lo económico y social que nos divide, puede ser, además, la única que nos una.