Ha muerto Manuel Montt Balmaceda. Los lectores del diario seguramente lo recuerdan por el sentido del humor de que hacía gala en sus breves escritos y cartas, por una actitud levemente desaprensiva frente a las dificultades y una permanente preocupación por lo público. Perteneció a un Chile y a un grupo social con un sentido del deber que va poco a poco desapareciendo. Y construyó un personaje capaz de manejar con pareja destreza las ideas y la ironía.
Fue por muchos años uno de los representantes de Chile ante la OIT, y si bien, por origen social y por ideas, debió ser más bien de derecha, esa derecha con más recuerdos que fortuna (aunque alguna vez confesó ser “conservador en lo digno de ser conservado y revolucionario en todo lo demás”), logró mantener una irónica distancia frente a la dictadura sin nunca dejarse confundir con ella.
Fundó en los años ochenta una universidad a la que mantuvo, con escrúpulo, lejos de todo compromiso ideológico, y en ella acogió a muchos de quienes las universidades tradicionales (que por esos años tenían rectores delegados) no permitían enseñar. En la escuela de Derecho de la institución que fundó enseñaron desde Eugenio Velasco al volver del exilio, o Francisco Cumplido, hasta Sergio Diez. De esa forma Manuel Montt dio pruebas del espíritu liberal que poseía, el que le hizo rechazar siempre el sectarismo y la exclusión. Su sentido del humor no siempre bien entendido (como cuando preguntado por la universidad que había fundado declaró que “siempre había soñado con tener un circo”) era una muestra de su saludable distancia frente a todo dogmatismo y frente a sí mismo, siempre sospechoso de que sus logros tuvieran alguna valía.
De sus escritos, invadidos siempre por el humor (aunque también escribió un tratado sobre Derecho Internacional del Trabajo), vale la pena recordar su esbozo de novela, como prefería él llamarla, “Yo no asesiné a Jimmy Carter”. Una broma suya dicha en alguna reunión social llegó a los oídos de la embajada norteamericana, la que, entonces, para proteger a sus autoridades decidió privarlo de la visa. Mostrando su talante, Manuel Montt transformó el incidente en una historia hilarante donde él se esfuerza por demostrar lo imposible: que no había asesinado, ni pretendía hacerlo, a Jimmy Carter. La anécdota muestra la capacidad que tenía para mudar y transformar lo que nos ocurre en algo de lo que, mejor, vale la pena reírse como si esa fuera una forma de tomar venganza de aquello que nos irrita.
Pero es probable que ese sentido del humor que él poseía fuera también una vestimenta y un disfraz de una cierta soledad interior, de una conciencia aguda de la problematicidad de la propia existencia.
Podía, en efecto, adivinarse en ese humor suyo una forma de aligerar la cotidianidad, de no darle demasiada importancia a lo que nos ocurre o lo que nos pasa, convencido, como parecía estar él, de que lo verdaderamente importante era el misterio que había en el hecho de existir, un misterio en el que solo cabía confiar; pero al que, desgraciadamente, no era posible asomarse. En sus últimos años esa conciencia de la problematicidad de la propia existencia se agudizó en él, no, seguramente, porque temiera y supiera que el fin estaba cerca, sino porque él debió creer que en realidad era el verdadero comienzo el que se ponía, por fin, a su alcance.