En las últimas décadas se han estudiado las conductas humanas en la sociedad contemporánea desde las neurociencias, disciplinas que conectan los fenómenos neurológicos con los mentales. En este sentido, han examinado actitudes en el ámbito político, como el dogmatismo y sectarismo.
Así, el dogmático se define como una persona que adscribe a un ideario que asume como verdad absoluta, que no necesita discutirla ni analizarla. Vive anclada a ella “más allá del bien y del mal”. Rechaza ideas, incluso a priori, que contradigan sus convicciones (Riso). Algo claramente improcedente en este ámbito social, según dicta la aplicación del pensamiento crítico: actuar de forma inteligente, razonablemente, conocer los argumentos de los “otros”, analizar ojalá toda la información atingente, reflexionar ponderando las diferentes posiciones para adoptar una decisión. Es siempre recomendable hacer planteamientos sin caer en dogmatismos, aceptando que las ideas propias —por verdaderas que se tengan— pueden ser criticadas con buenas razones y hasta llegar a ser impugnadas.
En nuestra realidad, miembros de partidos y colectividades con participación política, de cualquiera de los sectores reconocibles, suelen asumir posiciones dogmáticas. Rinden culto a contenidos ideológicos, conceptos, fórmulas, modelos económicos, etc., por ser máximas constitutivas de la ortodoxia que profesan. Actitudes que no causan asombro ni descomponen el ánimo del común de la gente, porque se toman como intransigencias que afloran en debates contingentes, circunscritos a materias específicas.
Pero lo que sí perturba, genera rechazo e incertidumbre, y tiene trascendencia —como se constata por la copiosa “catarata” de comentarios críticos que figuran desde hace meses en distintos medios de prensa—, es el dogmatismo demostrado por colectivos y partidos constituyentes en propuestas y votaciones. Desde el origen del acuerdo que abrió el proceso en cuestión se entendió que se trataba, por sobre todo, de elaborar una normativa que propiciara resolver las urgencias sociales que afectan a la población más vulnerable. Fue una salida política a una crisis social (el “estallido”): buscar la justicia social mediante un procedimiento democrático. A su vez, el compromiso de los partidos firmantes solo se refirió a reformas constitucionales, y el plebiscito que aprobó el órgano constituyente no facultó a la representatividad circunstancial elegida para transformar radicalmente la institucionalidad histórica del país. Como, por ejemplo, el concepto de democracia que se propone, el cual altera gravemente los fundamentos de nuestra democracia.
Claramente, no predominó la razonabilidad, no hubo disposición al diálogo para reflexionar en forma colaborativa, con afán de alcanzar acuerdos efectivos. Por lo visto, primó desgraciadamente la intolerancia, el sectarismo político o ideológico, polarizando el trabajo que se auguró como tan beneficioso al momento de oficializar el pacto en noviembre de 2019: “Agradecemos a todos quienes contribuyeron para llegar a este acuerdo… es hora de reencontrarnos” (F. Harboe).