En los años ochenta, el poeta Diego Maquieira publicó uno de sus más célebres libros, La Tirana. Lo editaba una misteriosa editorial llamada Tempus tacendi, “tiempo de callar” en latín. Era una de las tantas maneras en que sobrevivía la escritura disidente en tiempos de dictadura, cuando no había tribuna en ningún medio y sí una gran inquietud por la censura. El hoy Premio Nacional Óscar Hahn la sufrió en carne propia, por su libro Mal de amor: su editor, también poeta, David Turkeltaub, debió cumplir con la orden de retirar la edición. La historia de David es larga. La de Óscar y la carne propia había empezado con su prisión política, en 1973, en la ciudad de Antofagasta.
Tal vez hoy recordé tempus tacendi por un motivo ajeno a mi admiración por todos ellos. He leído, he visto programas de televisión, escribo en Twitter a veces más de lo que quisiera. Me he puesto vehemente y estoy perdiendo filtros. Digo esto en primera persona, no por autorreferencia, sino justamente por todo lo contrario: pienso que es un estado bastante común. Lo atribuimos al deterioro de la salud mental y del ánimo que nos ha dejado la pandemia, al encierro y el pequeño salvajismo de los solitarios que tenemos que volver, de a poco, a parecer seres sociales, ciudadanos.
He oído demasiadas palabras, como cuchillos odiosos muchas de ellas. Dimes y diretes que se cancelan mutuamente, tras haber azuzado las que antes se llamaban “malas pasiones”, cuando no derechamente el odio, un odio miedoso y miserable, que muchas veces tira la piedra y esconde la mano.
No tengo voz para ese coro. Como nunca la tuve para el “coro catastrofista”, expresión que hoy se procura olvidar.
Tampoco tengo muchas ganas de entrar en lides palabreras.
En menos de un mes tendremos un texto delante, para “la conciencia y el pensar profundo”. Solos o en pequeños grupos haremos silencio en torno a ese texto, el del proyecto de nueva Constitución, armonizado, revisado con criterio de lenguaje claro, ojalá. Del 4 de julio al 4 de septiembre será tiempo, si no de callar, ojalá de sintonizar mejor entre todos, hasta encontrar un tono más adecuado. Comisión de armonización, qué buen título. Cuando acabe sus tareas, querida comisión, léguelas por favor a la ciudadanía chilena. Junto con la nota inicial que le sirva, al coro ciudadano, para no seguir desafinando.
“Yo no quiero cantar solito. Yo quiero un coro de pajaritos (…) Yo quiero tener un millón de amigos y así más fuerte poder cantar”, decía Roberto Carlos. Otra canción, también brasileña, nos enseñó alguna vez esto: “a pesar de ustedes, el mañana será/ otro día”. Ojalá nos dé el ánimo para ese otro día y ese otro coro donde se armonicen las más diversas voces, y las diferencias sean fundamentales para la belleza del conjunto. Termino en una nota de raída esperanza.