Luis Alberto Ganderats murió ayer, a los 82, periodista.
Su escritorio era su arsenal: tijeras, lápiz rojo, rollo de cinta adhesiva transparente, Diccionario de la Real Academia.
Me devolvía mis escritos a máquina hechos unos Frankenstein, con cicatrices, sangre roja y costuras. Pero mucho mejores que el original.
“El nuevo periodismo”, de Tom Wolfe, estaba fresquito en esos años; por instinto, lo chilenizábamos, como dice la periodista Marcela Aguilar en su tesis.
Encargaba reportajes insólitos, acogía los descubrimientos. Era un observador de la realidad, gran olfato. Lleno de empeño por mejorar las vidas. Un caballero, afirma el periodista Federico Gana.
Nos formó. Nos transmitió la pasión de su maestro, Julio Lanzarotti, fundador de Revista del Domingo, por la palabra activa. Odiaba el adjetivo “increíble” y todo el “spanglish”, tan recurrente hoy. Formó a Lucía D'Alburquerque, Luz María Astorga, María Cristina Jurado, Ximena Torres, Ricardo Astorga, Alexis Jéldrez, Pedro Álvarez, Albina Sabater, Cherie Zalaquett, Jorge Ianiszewski… a mí. Su franqueza a veces nos provocaba secretas lágrimas. Lo queríamos.
Nos mostró el mundo en reportajes originales, investigados, francos.
Rescató los territorios de Chile y del mundo, encargaba reportajes a la vida de los pueblos: Peor es Nada, Sal si puedes, Polonia… Magallanes, el norte. Sabía explotar lo liviano: “Las pirulas”, “Las bellas”, y reforzar el talento: “Los chilenos inteligentes” (Jorge Millas, entre ellos). Y rescatar las grandes plumas, especialmente el humor: Alone, Jenaro Prieto, Isabel Allende, Totó Romero.
Adelantado de la ecología, denunció la tala ilegal del alerce, de la araucaria, la pesca ilegal del loco; encargó reportajes señeros a Malú Sierra y Ricardo Astorga.
Acogió al líder de la naturaleza, el doctor Juan Grau. Y al gran investigador oceánico Alfredo Cea Egaña. Encargó al fotógrafo Thomas Daskam y al naturalista Jürgen Rottmann una sección, “Chile, cosa de mirar”, que relevaba las especies chilenas, especialmente las aves.
Muy gracioso, encontraba siempre un ángulo distinto, por ejemplo, fotografiándose en África con una gigantesca bosta de elefante. Inventaba nombres: Las pirulas, Sanhattan, los más resonantes.
Palabra en ristre, casi insolente, arremetía contra escándalos: el logotipo Renault instalado como escultura en la Alameda; los letreros contaminando la arquitectura, las teleseries, la televisión “comercitaria”, el alcoholismo, el tabaquismo, los traficantes de títulos y grados universitarios. Gracias a él “Parque Arauco” no se llama “Parkennedy”; gracias a él, las Casas de Lo Matta no quedaron gratuitamente en manos de una empresa multinacional.
Corajudo, al borde de los límites, durante los años de autocensura rompió huevos para hacer tortillas. Y lo pagó. Pero su pluma y talento lo mantienen vigente. “Escribiré hasta el día de mi muerte”, me dijo en mayo.
Vive en sus escritos, en sus hijos e hijas, sus discípulos y en www.ganderats.cl.