Leí por ahí: vandalismos y saqueos son formas de reparación simbólica. Deben leerse en un contexto y deben entenderse las motivaciones no necesariamente conscientes de quienes se entregan a ellos.
Pienso en el cuerpo propio y la autoagresión. Quienes se hieren, cortan, mutilan a sí mismos describen un estado de angustia feroz, que se alivia por un momento mediante acciones autodestructivas. Siempre ha sido un abuso tentador extender lo corporal a lo social (nadie olvida eso del “cáncer marxista”). Por eso no sigo con la comparación, a pesar de las fecundas reflexiones de Richard Sennett sobre los cuerpos y las ciudades.
Ante la destrucción y la violencia, reiteradas y puestas delante de los ojos, se va agotando la paciencia colectiva. Se va viendo como una forma de cobardía, una forma de “escurrir el bulto”, remitir las brutalidades del presente a largas cadenas causales, por interesantes y hasta valederas que puedan resultar, estudiadas en un momento propicio y en un contexto de buena voluntad.
Hoy es el momento de proteger. Oponerse decididamente a la brutalidad y el abuso, preservar bienes escasos (como los establecimientos educacionales, los buses, el metro) que sirven a toda la población. No vivimos en tierra de nadie. Se trata de entender lo urbano como un lugar habitable para todos. Y los trayectos y espacios rurales, también, como lugares de buen vivir, de una mejor manera de vivir.
Un amigo ya muerto (no era chileno) insistía en que los espacios públicos deben ser amplios, bellos, limpios y hasta lujosos; porque mientras peor viva la gente, más hacinada en lugares insuficientes, más podrá cada persona recuperar dignidad en el espacio público, al que tiene pleno derecho. Mi símbolo personal es el hall central del Museo de Bellas Artes, con su luz y con su altura; es el Museo Precolombino, para qué decir, y lo que queda del Parque Forestal. Son parte de una narrativa un poco desgastada que, a mis años, me incluye y me reconoce. Para otros, será el GAM, cuya arrolladora vitalidad he sentido y celebrado: una hazaña cultural en su momento. Sigan ustedes, por favor, con una lista que solo revela mis propias limitaciones.
Hablo de lugares de cultura y de sociabilidad. Pienso también en las calles que los rodean, y las quisiera seguras y hospitalarias. Ojalá nos pudiéramos sorprender, como en años anteriores, con conciertos, música, risas, compañía, antídotos del miedo a la pandemia y a la violencia. El miedo es bárbaro, y no en el buen sentido de la palabra; va haciendo inhabitables las ciudades.
Leer, mirar, comer algo juntos, cerca de otros con los que conversar un café o una copa de vino, es algo profundamente civilizado y civilizatorio. Y bien democrático. Reconoce y respeta nuestra común humanidad: la celebra. Estar juntos en el espacio urbano va rompiendo las cadenas de desigualdad que son propias a muchas sociedades, entre ellas, la nuestra, una de las más desiguales del mundo occidental. Ojalá no lo impidan ni la pandemia ni la polarización. Azotes ambos, creo, para los cuerpos y para las ciudades.