A primera vista, podría parecer que los chilenos estamos desde hace varios años sumidos en la locura. No llevamos dos meses desde que asumió un Presidente con una altísima votación y su desaprobación aumenta visiblemente cada semana. Con los convencionales ha ocurrido algo similar. El 80% del país señaló querer una nueva Constitución y en menos de un año cada semana parece crecer el número de quienes hoy le dicen “no” al texto que propone la Convención. Además, si retrocedemos algunos años veremos una perfecta alternancia de gobiernos de signo totalmente diferente: Bachelet, Piñera, Bachelet, Piñera y ahora Boric.
Sin embargo, no estamos locos. Me parece que estos vaivenes responden a una sostenida cordura de la mayoría del país. En efecto, en estas elecciones los chilenos han pedido a gritos siempre las mismas cosas. Ellas podrían resumirse en: “i) estamos de acuerdo con un régimen de democracia representativa y economía libre, ii) pero queremos reformas destinadas a limitar los privilegios y asegurarnos una cierta protección; buscamos cambios importantes, incluso estructurales, aunque acompañados de seguridades y certezas”.
No es fácil conseguir ambas cosas a la vez, si bien la mayoría del país las quiere juntas. Nos guste o no, esa lógica ha impregnado cada una de las decisiones electorales al menos desde 2009, solo han cambiado los énfasis. A veces se acentúa la segunda aspiración, otras la primera. Se busca justamente aquello que en el período anterior a cada elección había sido relegado a un segundo plano.
Como otros han señalado, los distintos gobiernos han creído erróneamente que las votaciones que los respaldaban significaban una estricta adhesión de los ciudadanos a sus programas. No parecen haber pensado que votaban por ellos porque los consideraban un mal menor o porque simplemente querían enfatizar una de estas dos preferencias, sin abandonar la otra.
Así, cuando clamaban por mayor igualdad, eso no significaba que quisieran renunciar a la libertad. Si buscaban mejor educación y poner fin a los abusos, de ahí no se derivaba que quisieran un Estado paternalista que negara el derecho preferente de los padres para educar a sus hijos, o que impusiera unas normas de educación sexual “integral” que incrustan al aparato estatal en los espacios más íntimos de la familia. Cabe pedir mejores pensiones y no estar dispuesto a que le expropien sus ahorros previsionales. La molestia respecto de los comportamientos de determinados políticos o instituciones no implica que uno quiera la “democracia” asambleísta.
Nada de lo anterior es incoherente o inexplicable. Sin embargo, a pesar de que estas señales son claras, nuestras élites parecen vivir en una realidad paralela. Pensemos en el comportamiento de la mayoría de los convencionales. Aquí lo único sorprendente es que se sorprendan de su baja aprobación.
Eolo, dios del viento, le hizo un inmenso favor a Ulises cuando encerró en un odre los peores vendavales para que pudiera viajar en paz. En nuestro caso, ese odre protector estaba representado por nuestra rica tradición constitucional; por la existencia durante dos siglos de un Senado que, con sus limitaciones, era un control de calidad en el proceso legislativo y aseguraba la voz de las regiones; por la garantía de la independencia judicial, y por el aseguramiento de la libertad de prensa y la propiedad.
En la historia homérica todo anduvo bien hasta que los tripulantes desconfiaron de Ulises y decidieron abrir el odre, en la creencia de que contenía oro. Se desencadenó una tempestad terrible, tan fuerte que llevó a la embarcación nuevamente al punto de partida. En nuestro caso, gran parte de nuestros convencionales desconfiaron de la sabiduría de los mayores, decidieron romper el odre y con eso desataron toda suerte de malos espíritus. Creyeron cosas tan raras como que poseían el poder constituyente originario y que podían refundar el país. Olvidaron que cada día les queda menos para ser disueltos de pleno derecho: el 4 de julio seguirán el Presidente, el Congreso y el Poder Judicial, pero la Convención se extinguirá. Con sus extravagancias consiguieron hacer una campaña exprés a favor del rechazo, donde son los principales propagandistas.
Elegimos a los convencionales para redactar una Constitución y, en ese proceso, recuperar el valor de la deliberación política. Hasta ahora no parece que hayan cumplido bien la primera tarea, y está claro que han conseguido incrementar aún más la toxicidad de nuestra esfera pública. Ahora bien, si un mandatario no cumple sus encargos es lógico que el mandante —en este caso los chilenos— se enoje. Como en el buque de Ulises, ahora corremos un serio riesgo de volver al punto de partida en peores condiciones que antes. O quizá no, porque también de las malas experiencias se pueden sacar buenas lecciones y la gente razonable podrá reconstituir nuestra alicaída democracia.
En suma, pienso que no estamos ante un país que se ha vuelto loco, sino frente a las naturales reacciones de un electorado que percibe que sus mensajes son sistemáticamente incomprendidos. Nada de esto es difícil de entender si uno parte de la sencilla base de que los chilenos somos gente cuerda.