No cabe duda. El fenómeno más preocupante de estos días es la aparición de la violencia física (física para distinguirla de otras formas de agresión, que también las hay) en varias áreas de la vida colectiva.
¿Cuán alarmante es este fenómeno y cuál es su significado?
Para saberlo hay que recordar lo obvio.
Uno de los pasos más formidables de la evolución política lo constituyó lo que hoy se conoce como Estado. Si bien la palabra se emplea desde el siglo XV (la expresión lo stato ya aparece en Maquiavelo), es en el XVII cuando el Estado, como lo conocemos hoy, aparece en plenitud. Y lo que lo caracteriza es que reclama para sí con éxito (la fórmula es de Max Weber) el monopolio de la fuerza física. De pronto la coacción para hacer valer la voluntad colectiva se concentra en una sola agencia: entonces nace el Estado moderno. El revés del fenómeno es que se despoja a los particulares de la posibilidad de hacer valer su voluntad mediante la fuerza y ella se entrega en exclusiva al Estado, que puede emplearla para hacer valer la ley.
A la luz de esa sencilla constatación, es fácil comprender el significado que está adquiriendo (si es que ya no lo ha adquirido) la violencia en la zona de La Araucanía. Se trata ni más ni menos que de una crisis del Estado. Si el rasgo más propio del Estado es el monopolio de la fuerza, de ahí se sigue que cuando este no es capaz de ejercerla o de mantener el monopolio sobre ella, es el mismo Estado el que está en crisis.
El Estado moderno puede hacer justicia y empujar la igualdad, e incluso ser un filántropo, por supuesto; pero todo ello es posible a condición de que sea capaz de comportarse, cuando es necesario, como un ogro.
Weber afirma que quien no entiende eso (quien no es capaz de entender, y aceptar, que el manejo del Estado supone echar mano de la fuerza, motivo por el cual la política equivale a un pacto con el diablo) es un niño, políticamente hablando.
Desde luego no vale la pena exagerar; pero al ver la actitud de las autoridades estatales frente a la violencia, al ver la incapacidad o la resistencia que exhiben para comprender el significado que ella posee al interior del Estado democrático, es inevitable recordar esa observación de Weber. Y es que en política la inmadurez se nota no en las ideas que se tienen o en los ideales que se persiguen (puesto que ideas absurdas o descabelladas hay en todas partes y no siempre vienen de la izquierda), sino en la creencia de que se puede tener el Estado y, al mismo tiempo, comportarse como si se estuviera en la calle, marchando o mirando una marcha, protestando o siendo observador de la protesta; la creencia, en suma, de que se puede tener al Estado y al mismo tiempo no ejercer medida o acción alguna de esas que cuando se era estudiante u opositor nunca se hubieran consentido; la tonta convicción de que se puede ser autoridad y al mismo tiempo repetir lo que, antes de serlo, se decía. Y es que la paradoja que viven quienes alcanzan el control del Estado es que descubren de pronto que todo aquello que les causaba rechazo y les provocaba alergia (llamar criminales a quienes cometen crímenes, con prescindencia de los motivos que esgriman; hacer valer la ley por medio de la fuerza; no contemporizar con quienes se oponen a las instituciones; no aceptar que en el Estado democrático existan presos políticos) está en el centro mismo de los deberes que ahora tienen y a los que tanto aspiraron.
Es probable que las vacilaciones, las idas y venidas de las actuales autoridades frente a la violencia (que ya se acercan a lo risible) se deban a que están en medio de ese proceso que podría llamarse el final de la infancia (en el sentido weberiano, claro) y que consiste en entender que lo más propio del Estado es lo que insinúa una amplia literatura, desde Hobbes a Marx, y es lo que pudiera llamarse la homeopatía de la fuerza y que consiste en que la fuerza extraestatal, la fuerza que ejercen los particulares, no se cura con palabras ni llamadas una y otra vez a la paz, sino que se cura con la voluntad y la disposición al empleo de la fuerza, solo que esta última ha de ejercerse en porciones adecuadas y con sujeción a los derechos fundamentales.
Y quizá recordar esto último —que la estatal no es la fuerza desnuda, sino la fuerza legítima— ayude al Presidente Boric (también lo sintió el presidente Piñera, claro) a aminorar su temor de que cumplir los deberes estatales equivale a ensuciarse las manos.