La Convención ha detallado notoriamente más de lo que era nuestra tradición constitucional los derechos al trabajo, a la sindicalización, a la negociación colectiva, a la seguridad social, a la salud y a la educación, aumentando los deberes del Estado y su participación como proveedor de esos bienes. Además, ha agregado el derecho a la vivienda digna y adecuada, el derecho a la ciudad y al territorio, al cuidado, al agua y su saneamiento, así como al deporte, a la actividad física y a la recreación.
Tiene razón el preámbulo del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, de 1966, cuando declara que la satisfacción de estos y otros derechos análogos es la base de la libertad, la justicia y la paz; que estos derechos se desprenden de la dignidad humana y que no puede realizarse la libertad si se está sumido en la miseria.
La pregunta no es acerca de la importancia de estos derechos, sino acerca de la pertinencia de llevarlos, y además detalladamente, a la Constitución. La importancia de un derecho no es razón para incorporarlo a la Carta Fundamental. Los derechos a alimentarse y a abrigarse son tanto o más vitales que los descritos y no se les ha constitucionalizado.
El Pacto Internacional aludido obliga a los Estados a dar el máximo de satisfacción a estos derechos, en conformidad a su grado de desarrollo, pero, en parte alguna, obliga a consagrarlos en la Carta Fundamental.
Las constituciones de los Estados europeos que mejor realizan estos derechos prácticamente no los mencionan. El texto de la Ley Fundamental alemana no los consagra. La Constitución sueca asegura única y brevemente el derecho a la educación. Con análoga concisión la Constitución finlandesa asegura el derecho al trabajo, a la educación y a la seguridad social. La Constitución española no los trata en el capítulo de los derechos, sino como principios rectores de la política social y económica, mientras la Constitución suiza como objetivos sociales, sin perjuicio de enunciar que las personas necesitadas y no capaces de mantenerse por sí mismas tienen derecho a asistencia y atención y a los medios financieros necesarios para un nivel de vida digno.
Si la constitucionalización de los derechos económico sociales no es ni una obligación de derecho internacional, ni una condición para su goce y eficacia, la pregunta es qué sentido tiene llevarlos al texto de la Constitución.
Una razón es política. Si el texto de la Constitución ha de ser la “casa de todos”, se justifica declarar que unas de las razones de ser del Estado es la satisfacción de necesidades básicas que son consustanciales a la dignidad.
Pero jurídicamente la pregunta esencial es si se trata en verdad de derechos, y como tal, exigibles, como son las libertades. Eso depende de si existe o no acción judicial para reclamarlos. La Convención aún no lo decide y la comisión de justicia propone que sí la haya.
Si no existe acción judicial, entonces la declaración de derechos a nivel constitucional quedará en el plano político, pero sin eficacia jurídica. Si, en cambio, se consagra acción judicial para reclamar individualmente esas prestaciones, entonces los jueces, que siempre deben adoptar decisiones para una persona o un grupo determinado de ellas, y que no son representantes populares, pasarán a decidir sobre la distribución de los recursos públicos, al margen de la ley de presupuestos y de la democracia. Eso debilitará la coherencia de las políticas públicas, romperá la igualdad, al favorecer a los que litigan, y debilitará el poder de los órganos elegidos popularmente.
La más importante contribución que una Constitución puede hacer, para el goce efectivo de los derechos económico-sociales, es dotarnos de un sistema político que funcione y de un Estado capaz de realizarlos. Aun con los ripios de la Constitución vigente, en los 25 años posteriores a 1990, los recursos estatales aumentaron 6 veces, con una muy significativa reducción de la pobreza. Por ejemplo, en materia de derecho al agua, buenas políticas públicas permitieron reducir de 20 a 2 el porcentaje de personas del quintil más pobre sin agua potable en sus hogares.
Por generosa que sea la Convención en consagrar derechos económicos, ello será inútil si no diseña un régimen político capaz de dotar al Estado de eficacia o si segmenta al país en territorios autónomos, dificultando políticas públicas universales que sean capaces de realizarlos.