Esta semana la Convención comenzó el debate sobre los derechos sociales. ¿Tienen sentido estos derechos o se trata, como se ha dicho, de pompas de jabón que la escasez hará estallar?
Los críticos de esos derechos sugieren que ellos crearán expectativas muy difíciles de satisfacer, puesto que su satisfacción depende del nivel de bienestar económico, del crecimiento que, como se sabe, nunca está asegurado. Esos derechos, se agrega, judicializarán la política al estimular la presentación de demandas contra el Estado para reclamarlos. Y, en fin, los países de la región donde existen mostrarían que consagrar esos derechos es una fantasía compensatoria de las sociedades (algo así como el sueño del alfeñique que se imagina levantando pesas).
¿Será tan así?
Comencemos por los hechos.
Un examen del derecho comparado muestra que casi el noventa por ciento (90%) de ciento noventa y cinco (195) cartas constitucionales consagran al menos algún derecho económico o social y las que han consagrado más de uno al menos dos tercios les han conferido algún grado de coercibilidad, es decir, los han hecho justiciables. De ese número de constituciones, solo dieciocho de ellas no contienen ningún derecho económico social (Courtney Jung, Ran Hirschl y Evan Rosevear, “Economic and Social Rights in National Constitutions”, The American Journal of Comparative Law, Fall 2014, Vol. 62, N° 4, pp. 1043-1093).
¿Están todos esos países atrapados en una fantasía; son todos sus juristas y políticos ignorantes del absurdo que significan?
Por supuesto que no.
La razón es que esos derechos, con todas sus dificultades, significan el reconocimiento de que la autonomía personal que, con razón, es tan cara al liberalismo, requiere (como ha insistido A. Sen) que las personas posean ciertas capacidades básicas que dependen del acceso a ciertos bienes. Si es valioso que cada uno desenvuelva un plan de vida, entonces parece obvio que los bienes básicos para imaginarlo, y dentro de ciertos límites perseguirlo, no pueden depender del desempeño en el mercado, sino que hay que hacer esfuerzos para que dependan del estatus de ciudadano. Alguna vez la sociedad moderna fue descrita (es el caso de H. Maine) como un tránsito desde el estatus al contrato, desde lo adscrito a lo adquirido. Pero el propio desarrollo del capitalismo mostró que la suerte del individuo no podía quedar entregada al contrato o al intercambio. Era necesario asegurar una posición que permitiera participar de los bienes que son fruto del esfuerzo social: esa posición es la ciudadanía.
Esa conciencia acerca del significado de la ciudadanía, como un estatus que permite una oportunidad más o menos igual de desenvolver la propia vida, es lo que subyace al reclamo y la consagración de derechos sociales.
Como lo mostró Marshall (el sociólogo, no Alfred, el economista), la valiosa dinámica del crecimiento capitalista se orienta por un principio divisorio: el de la estructura de clases. Si lo dejamos solo (¿será necesario dar algún ejemplo en Chile?), todos los bienes se ordenarán en base a ese principio. El reconocimiento de derechos sociales es entonces la decisión de la comunidad de no dejar solo a ese principio divisorio de las clases e introducir un principio integrador de la vida social.
La decisión de admitir derechos sociales es entonces la decisión de la comunidad política de que la estructura de clases que surge del trabajo y del mercado no sea el único principio orientador de la evolución social. Allí donde esos derechos existen y la sociedad se esmera por satisfacerlos, la estructura de clases no se suprime; pero las desigualdades que ella expresa son menos hirientes y hasta cierto punto se legitiman.
Por eso T. H. Marshall sugiere que la expansión de la ciudadanía no tiene que ver necesariamente con el acceso a mínimos sociales, puesto que esto es algo que una buena política social suficientemente focalizada lograría hacer. De lo que tratan los derechos sociales cuando se los concibe como principio integrador es si acaso las desigualdades inevitables de clase van a ser dejadas al garete o si, en cambio, la sociedad contará con un principio normativo que sujete, contenga y hasta cierto punto legitime esas desigualdades. No es tan relevante que los derechos sociales sean difícilmente exigibles en el foro judicial o que no lo sean en absoluto, puesto que su tarea más importante es evitar que la clase tenga la última palabra. Cuando T. H. Marshall titulaba el trabajo que lo hizo justamente famoso como “Citizenship and Social Class” (“Ciudadanía y clase social”, 1949), quería enfatizar que la sociedad moderna cuenta con esas dos fuerzas que la conducen.
Si la primera, pensó, era empujada por la modernización capitalista, la segunda era impulsada por la democracia.
¿Fantasía compensatoria entonces? ¿Pompas de jabón? Sí, a condición de que se acepte que sin esas fantasías y esas pompas la sociedad estaría a merced de la estructura de clases, sin proponerse corregirla nunca.