Título wagneriano, inspirado en Gotterdammerung, nada menos. Ni los dioses ni las palabras son los que antes eran. Se percibe algo resbaloso en las palabras… “oh cómo entre mis dedos te deslizas,/ oh cómo te resbalas, edad mía”, son versos de Quevedo. Dioses, edades, palabras: escurridizos todos.
Hoy se llama “niño” a un hombre de pelo en pecho, y nadie se extraña. Eso en las declaraciones oficiales sobre hechos violentos. En este caso se desliza el significado de la palabra y se desliza, como en Quevedo, la edad no imputable. Las palabras tienen sus deslices, como antes las mujeres de buena reputación. Sabrán perdonar la obsesión por las palabras, la necesidad de fijarse un poco. “Fijarse”, no solo notar, sino también ponerse en un lugar algo más estable, menos resbaloso.
Las palabras entran en una deriva de sentido en estos días. Pensemos en “territorio”, por ejemplo. El “territorio” es uno, parece, desde el ángulo jurídico y desde la definición del estado nacional. “Los territorios”, en plural, evidentemente son otra cosa y se emplean en el contexto de la geografía en su más amplio sentido, incluso la antes llamada geografía “humana”: abarca aspectos espaciales y culturales, entre otros (el tema es largo). Hasta ahí, cualquiera entiende, desde su disciplina: la disciplina acota los sentidos cuando estos se usan en su ámbito propio.
Lo malo es el uso equívoco, a veces intencionalmente. Lo de “intencionalmente” no tiene de por sí un tono acusatorio. Lo equívoco, lo ambiguo, es gran constructor de consensos. La carga (semántica) se arregla por el camino. Lo importante es firmar el acuerdo y acordar qué palabras deben ir en él, muchas veces. Las segundas intenciones suelen ser bastante transparentes, pero los intereses de los firmantes confían en imponerse en la práctica. Confían en los deslices de las palabras.
Otra cosa es el valor mágico-religioso-emocional-testimonial del que se cargan ciertas palabras, como “todas/todos/todes”, por ejemplo, en determinados contextos, como el de hoy. O “Wallmapu”, una palabra que implica una reivindicación ancestral, y no reconoce fronteras nacionales. Allende los Andes, generó ayer encendidas reacciones y posibles enredos diplomáticos innecesarios y perfectamente previsibles. (Eso si no nos hubiéramos acostumbrado a pensar que siempre estamos hablándoles a los conversos, o “predicándole al coro”, que así es la expresión en inglés, más gráfica todavía.)
En fin, que las palabras se deslizan y se resbalan antes de volver a fijarse, en un contexto que por hoy permanece en estado líquido o coloidal. Cada palabra que se aprueba en la Convención dependerá del texto entero para acotar, si no fijar, su sentido. La esperanza, una lámpara encendida, estremecida como la del poema de Guzmán Cruchaga, sigue ahí. Varios la expresamos en una carta abierta a la CC que contenía la antigua palabra “implora”.
A lo mejor nuestras palabras están “en camisa de once varas”, quién sabe, entre la pesadilla y el sueño. El amenazante crepúsculo alemán es, en un poema de Verlaine, “l'heure exquise”, donde los contornos se desdibujan, se reflejan unos en otros, se transforman en siluetas a contraluz. La ambigüedad crepuscular es para Verlaine un paraíso… En el París de entonces, Baudelaire escribía sobre paraísos artificiales, también.