Estamos a las puertas de importantes decisiones para el futuro de nuestro sistema educacional. Efectivamente, en estos días se discute cómo quedará consagrada la libertad y el derecho a educarse en la futura Constitución.
Sin duda, se trata de un derecho fundamental, de carácter individual y social, que posee dimensiones públicas y privadas, y que compromete a las personas, la familia, la sociedad civil y el Estado.
Así se reconoce en numerosos tratados internacionales, desde la Declaración Universal de Derechos Humanos hasta la Convención sobre Derechos del Niño. Asimismo, en prácticamente todas las constituciones del mundo, independiente de si las promesas allí proclamadas —acceso equitativo, gratuidad universal, pleno desarrollo personal e importancia clave de la educación para la democracia y el desarrollo— se cumplen, o en qué medida y con cuánta fidelidad a los ideales declarados.
¿Por qué, entonces, no esperar tranquila y confiadamente que Chile avanzará dentro de ese mismo marco de referencia, que aparece tan ampliamente asentado?
Primero, porque como acabamos de insinuar, dichos ideales proclamados no necesariamente se concretan luego en instituciones y prácticas que responden a la filosofía liberal-social y social-democrática que los inspira, en línea con pensadores como Mills, Condorcet, Dewey y Biesta. Así, en muchas partes el derecho a la educación excluye a una mayoría de la población, o la educación provista es de mala calidad o altamente desigual, o el Estado controla los colegios y los utiliza para disciplinar ideológicamente a la población, o se desconoce la libertad de las familias para elegir la educación de sus hijos, o ella se halla mal financiada y solo una minoría pudiente asegura la educación de sus herederos.
Segundo, porque aún dentro del universo de países que gruesamente pueden definirse como democráticos existe una gran variedad de formas de organizar la educación, tanto en sus cartas constitucionales como luego mediante leyes y su concreción reglamentaria. Por ejemplo, hay sistemas escolares organizados estrictamente dentro de la esfera del Estado y otros —cada vez más numerosos, de acuerdo a un reciente informe global de la Unesco (2021)— que se constituyen con una mixtura de componentes estatales y no estatales. Hay sistemas altamente centralizados y otros ampliamente descentralizados. Algunos operan basados en la autonomía y el profesionalismo de los colegios, y otros, mediante un extenso andamiaje burocrático de reglas y procedimientos.
Tercero, las tensiones anteriores se manifiestan también en el sistema escolar chileno. Como se sabe, este es de carácter mixto, con fuerte presencia privada, una amplia pluralidad de proyectos educativos sensible a la elección de las familias y con un régimen público de regulaciones y financiamiento. La provisión, de cobertura universal y gratuita, es, sin embargo, desigual en cuanto a las oportunidades de aprendizaje que ofrece y tiende a agrupar a los estudiantes por el nivel socioeconómico de sus familias.
El Estado garantiza el derecho a la educación, busca compensar las desigualdades de origen familiar, refuerza el estatuto de la profesión docente, evalúa la calidad y los resultados de las escuelas y financia el servicio público educacional prestado por todo tipo de colegios, coordinando al sistema sin interferir política o ideológicamente en los establecimientos.
En torno a cada uno de estos aspectos hay tensiones y suelen producirse conflictos y, a veces, verdaderas batallas culturales. Pero el marco institucional los regula y logra, en buena medida, administrarlos y resolverlos. Distinto es lo que a este respecto ocurre en la Convención Constitucional (CC).
Por lo pronto, ha hecho escuela entre sus miembros y en su entorno próximo una doctrina que opone derecho a la educación y libertad de enseñanza, lo que enseguida provoca una serie de falsas dicotomías: Estado versus familia, público/privado, colectivo/individual, comunitario/contractual, gratuito/lucrativo, y así por delante. De hecho, una corriente al interior de la CC, que viene siendo decisiva a la hora de acordar qué textos se incorporan al borrador de la Constitución, ha manifestado pública y reiteradamente su radical desconfianza frente a la libertad de educación. Sobre todo, en su dimensión de libertad positiva —la elección de colegios y de orientaciones formativas—, que supone diversidad de proyectos y libertad para crear colegios no-estatales, de acceso gratuito y no discriminatorio, conforme a la ley.
Si bien aquel carácter de libertad positiva es ampliamente reconocido en los tratados internacionales, en la tradición chilena, y en las constituciones de variados países europeos y latinoamericanos, tiende a ser desconocido, subvalorado o interpretado de una manera absolutamente limitada, por aquel sector de la CC que prefiere un monopolio de provisión educacional directa por parte del Estado, con exclusión de proveedores no estatales.
Tampoco repara esta visión, bastante decimonónica en verdad, que el sector no-estatal gratuito de la educación chilena posee actualmente una cobertura mayoritaria en la población de edad escolar, lo mismo que una amplia implantación sociocultural y territorial debida a su diversidad de proyectos pedagógicos, vocación pública y enraizamiento en las comunidades. ¿Piensa alguien que todo esto podría simplemente extirparse y removerse de la sociedad por medio de un pronunciamiento constitucional?
Es de esperar que la CC reaccione a tiempo y no quiera echar por la borda la experiencia acumulada a lo largo de generaciones que han buscado combinar derecho y libertad de educación; familia, sociedad y Estado; sistema escolar y democracia.