Ayer se celebró el Día Internacional de la Felicidad (Naciones Unidas). Bután es el país que privilegia desde 1970 la Felicidad Bruta Nacional por sobre el Producto Interno Bruto. Según el Informe Mundial de la Felicidad (NU), Finlandia por quinto año consecutivo ocupa el primer lugar como nación más feliz. Chile se ubica en el lugar 42 entre 157 países. Índice de felicidad cuyos factores son: esperanza de vida, gobernanza, ingresos medios, apoyo social y libertad.
En realidad, desde hace unos años se realizan estudios —hay otros—, bajo la hipótesis de que buscar felicidad (“bienestar personal”) es un objetivo esencial del ser humano. Cierto, es incluso milenario, pero la forma como se entiende o cuán posible resulta conseguirlo ha variado drásticamente a lo largo del tiempo.
En la filosofía clásica y para Aristóteles, por ejemplo, el alma humana encuentra su más alta satisfacción en el ejercicio de las virtudes racionales y la felicidad sería la plenitud del hombre que ha logrado el completo desarrollo de su verdadero ser, acorde consigo mismo y el orden del cosmos. Alcanza así el estado de contemplación, propio de dioses, pero inalcanzable a nivel humano. Sobre el tipo de felicidad inmanente, mundana, señala que debe “juzgarse a la vista de toda una vida”.
Tras la extensa difusión del cristianismo en la prolongada era medieval, se produjo una mutación drástica respecto de esta concepción clásica, pasando a predominar otra: “la beatitud cristiana no tiene fin” (McMahon). Primero San Agustín y más tarde Tomás de Aquino dedicaron parte de sus vidas a explicar la felicidad, elaborando obras filosóficas fundamentales. Ambos concluyeron, por separado, que el deber de los cristianos era aproximarse a Dios hasta el fin de sus días, para conocer la verdad, llegar a contemplar a Dios, “tenerlo dentro del alma” siendo auténticamente feliz.
Mas, un vuelco se gestó con el Renacimiento, el humanismo —la razón como herramienta— y una serie de transformaciones que mejoraron sustancialmente la vida corriente de los europeos citadinos: políticas, económicas, demográficas, urbanas, culturales, sanitarias y materiales en amplio sentido. Todo lo cual corrió a la par con los cuestionamientos a los preceptos y costumbres del catolicismo, provenientes de movimientos religiosos que se concretaron en la Reforma, proceso que introdujo una perspectiva más terrenal de la felicidad, “el máximo placer que se podía obtener”, cristalizando en el siglo XVIII con la Ilustración.
Todos los seres humanos legítimamente podían aspirar a la felicidad durante su vida. Lo merecían en tanto cualidad natural; era un derecho, en otras palabras, y consecuentemente fue el leit motiv para una gama de intelectuales —entre ellos, teólogos protestantes— que nutrieron por años los armarios de librerías y bibliotecas con obras sobre todas las implicancias de la felicidad; solo algunos señalaron que la felicidad perfecta llegaría en la otra vida. Corrientes de pensamiento que prolongaron su predominio hasta nuestro tiempo.
Y nosotros, ¿cómo la entendemos? ¿Nos es fundamental y en qué sentido? ¿Será cierto el lugar 42? ¿Somos así de felices los chilenos?