Para conocer a un político no hay que preguntarle tanto lo que piensa o lo que dice, sino lo que ve. ¿Cómo ve la realidad social de Chile el Presidente Gabriel Boric?
A juzgar por su discurso pronunciado en La Moneda, el Presidente Boric ve a la sociedad chilena plagada de injusticias, llena de problemas lacerantes, habitada por minorías olvidadas o reprimidas, gente herida en su cuerpo y en su memoria, mayorías anhelantes de cuidado y redención. En un momento culminante del discurso —esas frases que se detienen brevemente en espera del aplauso— llegó a decir que había ausencia de cariño. Y que la delincuencia era fruto de la desigualdad. Fue un relato más bien sombrío; aunque, como se sabe, lo sombrío tiene en política, y especialmente para los partidarios, una extraña calidez y una rara luminosidad.
Es el viejo truco retórico mil veces repetido: dibujar las sombras con trazo simple para prometer la luz.
Así, su discurso fue casi una mímesis de las pinceladas descriptivas que, acerca de Chile, se han trazado en algunas comisiones de la Convención Constitucional. Chile como la suma de identidades que reconocer, de heridas que sanar, de estudiantes expoliados que compensar, de vidas mil veces postergadas necesitadas de redención, de derechos humanos pisoteados en busca de reparación, de tumbas perdidas y aún no encontradas.
Si ese discurso es la descripción de lo que el Presidente Boric ve, habría que decir que su mirada es emotiva pero simplista. Si como él mismo recordó, el adjetivo cuando no da vida, mata, debería saber que cuando la descripción exagera, engaña.
El simplismo de esa visión —que es de esperar sea el resultado de un puro énfasis retórico— no es un problema, salvo por el hecho de que Boric debiera recordar que lo que despierta el entusiasmo e imanta las voluntades (y permite ganar las elecciones y ser acunado en aplausos) no es lo mismo que permite conducir las expectativas, forjar una voluntad común y organizar la vida colectiva, que, en suma, no es lo mismo despertar el entusiasmo para ganar que modelar las expectativas para gobernar.
Pero quizá esos rasgos que el Presidente Boric puso de manifiesto en su discurso sean el retrato fidedigno del espíritu de una generación. Porque, hay que repetirlo una y otra vez, la generación que ha llevado a Boric al poder posee un horizonte vital y de sentido que es muy distinto al que poseen los más viejos, esa generación que lo antecedió. Se trata de una generación que justamente porque ha vivido un intenso proceso de individuación, está hambrienta del calor del colectivo; que, porque es la más educada que ha habido en la historia de Chile, es también la más autónoma; que porque es autónoma es también más diversa. Y el peligro que padecerá el Presidente Boric es quedar preso de ese espíritu generacional, confundido y mimetizado con él tal como ocurrió en este discurso del día viernes, inundado de sentimientos, pero —no vale la pena ocultarlo— ausente de ideas siquiera generales de esas que guían a un gobierno y permiten a los ciudadanos evaluarlo.
Hay también otro peligro vinculado con el anterior. Se le puede llamar la beatería hacia lo joven o hacia lo que presume de serlo.
Y que el rasgo marcadamente generacional del gobierno del Presidente Gabriel Boric puede desatar (ya hay signos de eso en los medios y algunos periodistas que comentaron el cambio de mando como si fuera la alfombra roja de un festival) una actitud superficial e indulgente hacia sus palabras y hacia su figura, exonerada de cualquier espíritu crítico, con el pretexto inconfesado de que siendo joven tiene permitido tropezar.
No es muy difícil imaginar cuánto se dañará la esfera pública y el discernimiento de los ciudadanos si, por una parte, continúan los discursos simplistas y exagerados y, por otra parte, esa actitud indulgente y de perdonavidas de quienes están llamados a hacer el escrutinio de aquellos que han tomado en sus manos el control del Estado.