Un examen de algunas de las normas aprobadas en la Convención Constitucional, y especialmente del espíritu y el discurso que en ella se respira y que se escucha, permite aseverar que el rival o el enemigo de la mayor parte de los convencionales no es la Constitución de Pinochet o de Jaime Guzmán.
No.
Ni los treinta años de los que tanto se ha hablado.
Tampoco.
Su verdadero rival es la autocomprensión de la sociedad chilena que se conformó desde el XIX y que se consolidó en el XX. De otra manera no se explican los esfuerzos para sustituirla por otra estrechamente ligada a una particular visión de lo indígena.
¿En qué consistiría esta última?
Consiste en una lectura de la historia conforme a la cual los pueblos originarios habrían sido dominados y aplastados (lo que es verdad); pero cuyas instituciones habrían estado dormidas, de manera que hoy podrían perfectamente despertar sustituyendo a las que son fruto del desarrollo político moderno (lo que no es cierto).
Según esa lectura, la institucionalidad estatal que viene del XIX (y de la que la carta de 1980, a pesar de sus defectos de origen, es heredera) sería parte de una amplia dominación cultural que mantuvo, hasta ahora, a los pueblos originarios aplastados y sometidos por una sociedad mayor que los despojó de sus tierras, les impuso una lengua y más tarde los envenenó mediante el lucro y el mercado. Todo esto, verdad; pero de ahí no se sigue que los pueblos originarios posean hoy una institucionalidad, una cosmovisión, una religión, costumbres y reglas capaces de sustituir a aquellas establecidas desde la consolidación del Estado en la primera mitad del XIX. Porque no es cierto que en el subsuelo del Estado y de la nación chilena hayan subsistido casi íntegras e incólumes esas formas culturales que hoy reclaman un lugar en la nueva arquitectura institucional (en los ámbitos de la justicia, la propiedad o la política). La imagen según la cual una vez que la institucionalidad que viene del XIX crujió —que es lo que habría ocurrido el 18 de octubre— salió a la luz otra institucionalidad originaria o ancestral que dormía esperando ser despertada es romántica, pero falsa.
Sin embargo, esa es la visión —que la mayoría de los convencionales parecen hasta ahora compartir— que permite explicar que muchas de las propuestas constitucionales estén inundadas del punto de vista atribuido a los pueblos originarios.
Por supuesto la demanda de reconocimiento (derechos colectivos, representación política, medidas de justicia correctiva) es, sin ninguna duda, correcta; pero no lo es esa visión que se acaba de describir y que hasta ahora parece predominar.
Y no lo es por varias razones.
No es cierto, desde luego, que exista una cultura indígena prístina, incólume, que haya resistido el vendaval de los tiempos, a la que sea posible sacar a la luz y que pueda ser sustituta o alternativa de la que se gestó en Chile desde el XIX. Esta última, podemos llamarla institucionalidad moderna, posee grados de complejidad y adaptación de los que la primera —no vale la pena engañarse— carece. Y no es necesario ser antropólogo para saber que esa cultura ha sido expuesta a procesos de aculturación que la han privado, como ocurre con todas las culturas, del carácter primigenio que hoy esgrime. Lo que hay en verdad es una reconstrucción ideológica (una invención en el sentido de Hobsbawm) efectuada por las élites de esos pueblos.
Tampoco es verdad que ciertas etnias —la mapuche o la que fuera— posean cualidades morales o espirituales intrínsecas como las que a veces se les atribuyen. Distribuir virtudes en atención a la etnia siempre acaba en una forma de racismo.
También debe rechazarse lo ancestral como el argumento final para admitir algunas de las demandas institucionales de esos pueblos. Las demandas deben ser juzgadas por su racionalidad y no por su antigüedad (excepto que se crea que la racionalidad es un bien relativo a una sola cultura). Pensar que lo viejo por ser viejo es mejor que lo nuevo (o creer que lo moderno por ser tal debe ser rechazado) o que las ideas ancestrales ocultan una verdad virtuosa que el progreso y la voracidad capitalista han oscurecido (y que la Constitución le permitiría salir a la luz) les hace un flaco favor a esos pueblos y a sus demandas de reconocimiento, las que por esta vía arriesgan ser transformadas en una utopía.
Solo que esta vez se trata de una utopía arcaica, profundamente antimoderna: la oferta de un paraíso que habría pervivido a las inclemencias de la historia.