En estos días no son pocos los que han abierto los libros de historia. Han consultado esas páginas donde se habla del clima tranquilo y optimista que imperaba en Europa hasta 1914, donde la gente viajaba, iba a conciertos y exposiciones o hacía negocios convencida de que la paz era una conquista definitiva. Otros lectores han ido a la década de los treinta del siglo XX y han recordado cómo, mientras las democracias confiaban en sus habilidades diplomáticas para aplacar a Hitler, él seguía su marcha inexorable.
Putin ciertamente no es Hitler y en los meses que antecedieron a este febrero trágico los europeos no estaban tan optimistas como sus bisabuelos de 1914, pero la ingenuidad era la misma. Expertos militares alemanes reconocen que su país no estaría en condiciones de resistir un ataque semejante al que sufre Ucrania; otras voces se lamentan por el hecho de tener tantos negocios con Rusia y China que cualquier endurecimiento de sanciones significa infligirse una herida muy dolorosa; “Putin no le teme a Europa ni a la OTAN porque hemos llegado a ser muy débiles”, dicen los de más allá. Algunos se preguntan si, a fuerza de no entender su mentalidad, Occidente no se dedicó a humillar a Rusia y hoy no cosechamos las consecuencias de ese orgullo herido.
La ventaja de Putin es enorme. Él está dispuesto a matar y a morir, mientras que, para bien o para mal, nadie en Europa parece dispuesto a jugar en ese escenario. Por su parte, China observa: esta es una prueba no solo para Ucrania y eventualmente otros países, sino también nos da señales inquietantes sobre el posible futuro de Taiwán.
Si alguien pensaba que era mejor irse de Chile, porque la Convención Constituyente, la delincuencia y el terrorismo en La Araucanía lo hacían un país inseguro, hoy entenderá que ningún lugar en el mundo es seguro. Es más, sabemos que si las cosas se llegaran a poner muy feas, si Putin llegara a ejecutar sus advertencias de recurrir a los medios más extremos (hasta ahora ha mostrado que cumple sus amenazas), entonces Chile, a pesar de todo, se transformaría en el país más seguro del mundo.
Nosotros no podemos incidir en nada de lo que vemos en la prensa, pero sí hay algo que podemos definir en nuestras tierras: ¿qué vamos a hacer para no morir aplastados en esta pelea de elefantes?
Hay algunas cosas de sentido común, que valen para todos los gobiernos. En este momento necesitamos la unidad de manera imperiosa. Para navegar en medio de tormentas tan grandes como las que pueden venir, necesitamos tener la propia embarcación en orden. Los Putines chilenos, esos que quieren arrasar con los que piensan distinto, no ayudan en esta tarea. Afortunadamente, Gabriel Boric dispone de algunas armas poderosas que podrían poner orden en sus propias filas en una Convención que parece vivir en un mundo paralelo.
También resulta evidente la necesidad de colocar los huevos en distintas canastas, una materia en la que hemos sido particularmente descuidados. En este sentido, la aprobación del TPP-11 no solo nos conviene, sino que se ha transformado en urgente, y no por motivos meramente económicos, sino de básica seguridad nacional: ¿o queremos quedar expuestos a los cambiantes humores de un par de superpotencias? Otro tanto sucede con la idea de estrechar nuestros vínculos comerciales con países de gran población y menos peligrosos para nosotros, como es el caso de la India e Indonesia.
De modo inesperado, en estas aguas internacionales turbulentas, Chile puede volverse atractivo para los inversionistas, pero esto exige no ahuyentarlos, sino, por el contrario, establecer reglas claras y darles garantías. Todo lo contrario de lo que pretenden muchos convencionales.
En suma, lo que sucede en Europa es terrible y no podemos menos que lamentarlo, pero plantea algunas tareas para el país, de modo que no estamos condenados a esperar las serias consecuencias negativas que la crisis tendrá sobre nosotros.
Por supuesto que siempre podremos empeorar las cosas: seguir con discusiones autorreferentes que no consideran el delicado escenario internacional; dividir el país; fomentar la inestabilidad; no tomarse en serio los anuncios de las organizaciones radicales en la cumbre de Máfil, que –como Putin– nos advierten que han reafirmado el camino de la violencia en La Araucanía. Es decir, cabe tener una tormenta gigantesca en el escenario internacional y, al mismo tiempo, promover el caos interno. Eso constituiría una locura, pero no sería la primera en nuestra historia.
Gabriel Boric requerirá de gran sabiduría en los tiempos que vienen, y las fuerzas políticas democráticas habrán de actuar como quien sabe que ahora la cosa va en serio. Más que de refundar la República, es posible que, en el nuevo contexto, nuestro desafío se limite a lograr sobrevivir. No sería poco.
Sobra decir que por ningún motivo hay que romper las relaciones diplomáticas con Rusia. Esta es una carta que no tendría ningún efecto en el panorama internacional; hay que resistir cualquier presión al respecto. Por el contrario, cabe la posibilidad de que, si viene la catástrofe, los débiles e inocuos países latinoamericanos, esos que no asustan a nadie, puedan desempeñar, como pequeños hobbits, un papel en un futuro que no conocemos.