¿Hay algo que llame la atención en el conflicto desatado por Rusia y que sea aleccionador para el debate en Chile?
Sí. Se trata de los argumentos que se han esgrimido.
El primero es el siguiente: los pueblos tienen derecho a que se respeten y reconozcan los bienes que constituyen “la base espiritual y material de su identidad individual y colectiva, la condición para la reproducción de su cultura, desarrollo y plan de vida, y la garantía del derecho colectivo a su continuidad histórica”. El segundo reza lo que sigue: hay que proteger la “memoria histórica de millones de personas”, la que constituye “una parte integral de nuestra propia cultura y espacio espiritual (…). Para nosotros esto es, en última instancia, una cuestión de vida o muerte, una cuestión de nuestro futuro histórico como pueblo”.
El primer argumento pertenece al informe de la comisión de Derechos Fundamentales que será sometido a la Convención Constitucional en Chile. El segundo, al discurso con que Putin justificó la intervención militar en Ucrania.
Ambos tienen algo en común que es necesario subrayar (y contra lo cual hay que alertar): la idea de que los pueblos poseerían una identidad sustantiva o esencial que sería necesario proteger en medio del vendaval del tiempo, una memoria y una cierta unidad de destino que debiera ser garantizada.
No se trata, por supuesto, de equiparar el conflicto que Rusia ha desatado con los reclamos de los pueblos originarios en Chile; pero la obvia distancia que media entre ambos no debe oscurecer que esa forma de concebir la vida colectiva (en la que los convencionales parecen coincidir con el argumento de Putin) anida una semilla profundamente iliberal que tarde o temprano riñe con los derechos individuales y con la práctica de la democracia. Si la vida de cada individuo está inmersa en un pueblo, el mapuche, el aimara, el chileno o cualquier otro, y si, como dicen las frases citadas al inicio, existe el “derecho colectivo a su continuidad histórica”, entonces no será muy difícil, llegado el caso (y los ejemplos sobran), sacrificar a los individuos para mantener incólume a esta última, para que el pueblo y su cultura sigan transitando por la historia homenajeando su “unidad de destino”. Todo esto parece exageración, pero no lo es. La elevación de los intereses y la unidad de un pueblo, concebido como colectivo, al nivel de un valor supremo ante el cual cualquier otro interés, desde luego los intereses individuales, debieran ceder, sea para homenajear la memoria, la solidaridad grupal, o lo que fuera, es una semilla cuyos frutos son siempre amargos para las personas.
No es posible conciliar la “garantía del derecho colectivo a la continuidad histórica”, para usar las palabras de los convencionales, o la “memoria histórica” o “el futuro histórico como pueblo” (para usar las palabras de Putin) sin sacrificar tarde o temprano los derechos del individuo. Porque una vez que la identidad sustantiva de una cultura o de un pueblo se erige como un valor superior, surgen muy rápido los custodios e ideólogos de esa identidad, aquellos que estarán preocupados de mantener la “unidad de destino”, incluso por la fuerza, frente a quienes disientan o se alejen de ella. Así, los integrantes de esos pueblos verán amagados sus derechos individuales (que son siempre derechos a apartarse del colectivo) apenas ello aparezca como necesario para garantizar, como reclaman los convencionales, la “continuidad histórica del pueblo”. ¿Cómo garantizar el “derecho colectivo a la continuidad histórica” que reclaman los convencionales, sin amagar el derecho de los individuos mapuches o aimaras a elegir la vida que prefieran, hablar la lengua que elijan, practicar los ritos que les hagan sentido, contar con derechos de propiedad de lo que puedan libremente disponer?
No cabe duda de que los sentimientos colectivos (la idea de que el destino de cada uno está unido a una entidad mayor que lo ata al pasado y le ofrece un futuro que consuela) tienen un lugar prominente en la condición humana; pero la racionalización de esos sentimientos hasta transformarlos en una ideología que disuelve el valor del individuo y se muestra indiferente frente a la existencia fugaz de la persona, con el argumento de que en ella se realiza esa identidad colectiva, es una argumentación que debe ser rechazada y que, además, es del todo innecesaria para reclamar el reconocimiento al que los pueblos originarios tienen derecho.