Un conjunto de personas acaba de hacer público este viernes un manifiesto en el que abogan por el diálogo e instan a los convencionales a eludir los extremos, recuperando un camino reformista y gradual. Los firmantes del documento sostienen que el camino de la refundación (que imperaría entre los constituyentes) podría acabar en el fracaso, en un texto en el que una parte de Chile (tal como ocurrió con la carta de 1980 durante la dictadura) no se reconociera o en un texto que, incluso si lograra que la mayoría se viera en él, conduciría a Chile a despilfarrar lo que en estas décadas ha logrado.
Ese punto de vista es valioso porque invita al debate acerca de la cuestión constitucional (algo que las fuerzas políticas con representación en el Congreso han abandonado); aunque para que adquiera pleno valor, la iniciativa deberá ir más allá.
Porque lo que se puede observar en la Convención Constitucional es la hegemonía de ciertas ideas, de ciertas formas de concebir la vida pública y la comunidad política, que es muy difícil que se morigeren o aminoren o atenúen con un llamado como este. Quienes conforman la mayoría de la Convención piensan (según se sigue de lo que en sus palabras y gestos se adivina) que lo que ha ocurrido en las últimas décadas en Chile fue justamente la ausencia de diálogo y de atención al punto de vista ajeno, el mismo defecto que este documento ahora reclama corregir. La mayor parte de los convencionales cree (según puede adivinarse) que una buena porción de los firmantes integra, o integró, una élite dominante que suplantó la deliberación popular, sustituyéndola por la idea de que los límites de lo posible eran esclarecidos por una cierta racionalidad técnica que era, en realidad, piensan ellos, un simulacro de la política. Y entonces la mayor parte de quienes integran la Convención no cree estar eludiendo el diálogo, sino instalándolo, luego de que por décadas (según piensan ellos) hubiera estado restringido solo a los mismos que ahora reclaman.
En otras palabras, en la Convención Constitucional no solo habría un debate, por decirlo así, de ideas normativas (algunas de ellas, no cabe duda, descabelladas), o un mero ímpetu refundacional, sino que ella es también una lucha por quién domina el campo intelectual: quién o quiénes ocuparán la plaza hasta ahora habitada por algunos de los que firman este documento (y, claro, por otros que lo comentan); quién o quiénes dictaminarán cuáles son los límites de lo posible; y quién o quiénes dictarán la forma de comprender el complejo aparato de la sociedad y del Estado hasta, en algunos casos, volverlo contra los mismos que durante las últimas décadas lo han conducido.
No es entonces que los convencionales hayan olvidado las virtudes de escuchar o atender a las opiniones ajenas (aunque nunca está de más recordarles, como lo hace el documento, que esa es una virtud democrática), sino que el problema es que cuentan con un modo de ver los problemas y con razones del todo opuestas a aquellas que hasta ahora han dominado la esfera pública. Y la tarea entonces no ha de consistir solo en instar al diálogo y la moderación (aunque, sobra decirlo, no está de más hacerlo), sino que es necesario mostrar por qué algunas de las cosas que la mayor parte de los convencionales parecen dispuestos a aprobar son erróneas y por qué la concepción global que las inspira estaría equivocada. Mientras una tarea como esa no se lleve adelante (y no queda mucho tiempo para hacerlo), los llamados a la moderación y al reformismo tendrán un valor, sin duda; pero lo más probable es que carezcan de efectos, porque llamar a la moderación o alertar acerca de los peligros de esto o aquello no es una forma de participar del debate, sino que solo una manera de apelar a la manera de realizarlo.
También sería ingenuo, por supuesto, creer que basta elaborar razones y darlas a conocer, o refutar aquellas que parecen erradas, para cambiar el curso inmediato de las cosas. Pero si se atiende al hecho de que con el proyecto de Constitución, o incluso con su aprobación, el proceso no termina, sino que la disputa por quién domina el campo intelectual continúa, entonces el esfuerzo vale la pena. Porque después de todo, las reglas —la imagen es de Sartre— son “un trompo extraño que no existe sino en movimiento”. Una vez dictadas habrá que interpretarlas, sistematizarlas, divulgarlas, y ahí sí que las razones y las concepciones globales —las mismas que hasta ahora los partidos políticos han dejado de lado— adquirirán importancia.
No es inútil lo amarillo y menos el llamado de quienes decidieron teñirse de ese color, pero debe ser seguido por ideas alternativas a aquellas que a los firmantes parecen erróneas, para evitar que lo amarillo empalidezca hasta convertirse solo en el signo de una estupefacción.