No basta decir “estoy fuera de circulación hasta marzo”. Mejor decir “estoy en febrero profundo”. Es decir, “en soledad y apartamiento”. Sabrán perdonar. El río está revuelto y cualquier movimiento es ganancia de algunos pescadores, nunca sé de quiénes. Aquí, sentadita en el rincón, mirando pájaros y olas, llorando la muerte de personas que quiero, viendo la playa despoblada de tantos de mi generación, y celebrando sin ella el cumpleaños 99 de Roser Bru, Premio Nacional de Arte.
El sol brilla para todos, cuando brilla. Las nubes, siempre pasajeras, echan a perder los entusiasmos. La inmensidad del mar (la mer, la mer, toujours recommencée, es un verso del poema “El cementerio marino”, de Valéry) consuela y desconsuela, a su propio ritmo.
En febrero profundo, frente al mar, es el poeta sino francés François Cheng (1929) el que más recuerdo. Dice que lo cierto, lo verdadero, es lo que surge de entre nosotros, entre la mirada y el silencio, en el puro vaivén; lo cierto es aquello que sin nosotros, no sería. Creo haberlo recordado en esta misma columna en tiempos de más fuerza, más fe y más entusiasmo. Creí pensar que de entre “nosotros” saldría algo cierto, en lo que pudiéramos apoyarnos, donde pudiéramos crecer. Ahora el vaivén es un oleaje y me está desconcertando, hiriendo incluso.
En este febrero profundo, en cambio, es otro el poema de Cheng el que me ronda y que me tienta. Dice así: “Hacia el atardecer/ Abandónate/ A tu doble destino:/ Habitar el corazón del paisaje/ Y hacerles señas/ a las estrellas fugaces”.
En la ancianidad, tan tentadora, dan ganas de abandonarse a ese destino, de tirar la esponja. “Soy vieja”, escribió Gabriela Mistral, “amé los héroes/ y nunca vi su cara./ Por hambre de su carne/ yo he comido las fábulas”.
Desde mi febrero profundo, esto es lo más cerca que puedo llegar a un comentario de la actualidad. Lo comparto por si interpreta a alguien más. Una cosa son los dimes y diretes, otra los trasfondos de los sentimientos colectivos, y esos quisiera explorar, conversando. Me llegan mensajes de aliento, si los pido.
Por lo que he visto y conversado, sin embargo, muchas personas responsables y normalmente lúcidas no tienen nada claro lo que se discute, lo que se aprueba y el sentido que tienen las palabras que se usan en la Convención Constitucional. La información no ha sido buena, a pesar de la disposición y esfuerzo del vicepresidente Gaspar Domínguez. Quien se quiere enterar, se entera.
Tal vez, desde su particular febrero profundo, muchísimos ya no quieren enterarse. Me lo confirmaron cuatro jóvenes inteligentes que compartían nuestra mesa: ninguna seguía ya las noticias de la Convención. Y una mujer mayor que ellas, la noche antes: “total, qué importa, si seguiremos siendo los mismos”. No sé si creerle. Sí sé que tengo la esperanza muy hipotecada.