Esta semana, The Economist dejó de incluir a Chile dentro de los países que, como Nueva Zelanda, gozan de una “democracia plena”, y en su Índice de Democracia 2021 figuramos entre las “democracias defectuosas”.
Nuestra democracia es defectuosa no porque vaya a llegar a La Moneda un tirano como Ortega o Maduro (aunque algunos convencionales y alcaldes coquetean con sus ideas). Aquí no se persigue a los opositores, no se expropian universidades ni las más altas autoridades se apoderan del edificio de un diario que les resulta molesto. Las amenazas a nuestra democracia vienen de otros lados.
De partida, está la mezcla entre terrorismo y delincuencia en La Araucanía. En Colombia ha sido muy grave, pero al menos los narcotraficantes no tenían una causa indígena bajo la cual ampararse. Aquí los narcos y otros delincuentes se han transformado en intocables, los abriga un manto protector, no obstante que los mapuches de carne y hueso votan por partidos democráticos. ¿Sabrán Boric y Siches qué hacer con esa amenaza? ¿Estarán dispuestos a tomarse en serio la tragedia en la que viven los ciudadanos de esa región? Los nuevos gobernantes tendrán una ventaja, porque si se deciden a actuar contarán con el apoyo de la oposición, que sabe que no es el momento ni el lugar para ser mezquinos.
Lo mismo vale para la violencia en Santiago y en otras ciudades. Una democracia plena supone que la gente pueda andar tranquila por las calles, pero ese es un privilegio que cada vez se hace más escaso. No puede ser sólida una democracia si la policía es incapaz de entrar a amplias zonas de la ciudad. En ellas hay ciertamente un orden, pero no un Estado de Derecho. Se sabe quién manda en cada sector, y cuando existen dudas se resuelven a balazos, pero allí la autoridad se limita a coordinar la recolección de basura y a gestionar el proceso de vacunación.
Gabriel Boric ha puesto el tema de la seguridad en el lugar principal de sus prioridades; pero ¿qué vamos a hacer para que tenga éxito en su propósito? Si pone un mínimo de orden, habrá muertos o incidentes desagradables. ¿Cómo reaccionará su propia coalición cuando las cosas se compliquen? ¿Podrá instaurar el orden allí donde ha desaparecido mientras, al mismo tiempo, hace borrón y cuenta nueva con otro tipo de delitos? Quizá en Santiago le resulte distinguir entre delitos que son buenos, porque supuestamente tienen una motivación política (quemar el metro o saquear un supermercado), y delitos malos (como la violencia de los narcos), pero eso no le funcionará en La Araucanía, donde hasta el robo de madera se reviste de una reivindicación ancestral.
Otra amenaza creciente a la plenitud democrática viene de un lugar que nadie habría imaginado un año atrás: de la Convención Constitucional. En ella hay grupos importantes que no han captado las señales de moderación que se vienen dando incluso desde antes de la segunda vuelta presidencial. Más bien están volando a varios metros de altura. En bastantes casos, es una mezcla peligrosa entre mesianismo e ignorancia, que lleva a que este febrero no sea un plácido mes de vacaciones, sino que cada día nos traiga una noticia capaz de helar la sangre.
Algunos se tranquilizan recordando que se trata solo de propuestas preliminares, pero ciertamente constituyen un pésimo punto de partida. Por lo demás, si en varias comisiones se aprueban en general medidas tan dañinas como las que amenazan la independencia judicial, la libertad de prensa o la prosperidad económica del país y sus regiones, nada asegura que el pleno vaya a resolver todos los problemas, y menos considerando el escaso tiempo disponible para debatir las propuestas.
La culpa, sin embargo, no es solo de las fantasías de los sectores radicales. La izquierda moderada parece tener unos complejos enormes que le impiden aparecer en cualquier foto con la derecha: eso podría recordar la denostada democracia de los acuerdos. Esta actitud ha servido para darles bríos a las posturas más extremas, que insisten en ideas chavistas, precisamente cuando los venezolanos hacen lo imposible por huir de su país para venir al nuestro.
Con todo, sería un error pensar que nuestra democracia está perdida. Fuera de la Convención la realidad es muy distinta. De partida, no veo que izquierda y derecha estén enfrentadas cuchillo en mano. Además, dudo que el nuevo gobierno ignore que tiene por delante problemas gigantescos y que sin la colaboración opositora ni siquiera puede soñar con empezar a resolverlos.
Por otra parte, durante las últimas dos semanas ha comenzado a crecer una crítica pública transversal a los excesos de parte importante de la Convención. Se está produciendo una interesante convergencia entre gente muy distinta, pero que tiene en común un modo de hacer las cosas y de resolver sus diferencias que sí se acerca a lo que The Economist llama “democracia plena”. Así, la locura de algunos parece despertar la sensatez de otros. Y si las cosas siguen feas, necesitaremos un amplio elenco de gente de distintas generaciones, ocupaciones y sensibilidades políticas que se decida a defender la democracia chilena.