Basta dar un vistazo a algunos —no todos, por supuesto— de los debates que lleva a cabo la Convención Constitucional para advertir que en ella se ha infiltrado, de maneras diversas, un virus peligroso: la ignorancia y el descuido.
Un buen ejemplo de ello —según se informó esta semana— fue el debate acerca de la nacionalización de la minería. Esta, se dijo, no era más que un “extractivismo criminal”; si el Estado hacía suya la minería, agregó un convencionista, podría decidir cuánto producir y de esa forma manejar los precios; otra denunció que las actividades de Codelco dañaban a algunos pueblos indígenas situados en Ecuador; un tercero esgrimió como argumento de autoridad a Eduardo Jovino Novoa (sic). No es el único ejemplo. Hay una iniciativa que sugiere que el Estado promueva la educación biocéntrica y haciendo pie en el mismo principio promueve la supresión de las fuerzas militares ¿cómo podría haber Fuerzas Armadas, insinúa, en un mundo que promueve la vida en todos los sentidos? No se detiene allí la imaginación de los convencionistas. La naturaleza sería sujeto de derechos y los animales no humanos también (un asunto que da para ríos de tinta pero que acá se resuelve con gran facilidad), el Estado debiera promover el conocimiento (para lo cual debiera, cosa que se olvida, saber identificarlo), y así.
Es cierto que se trata de ideas preliminares, presentadas en las comisiones y cuyo debate ante el pleno está pendiente. Pero son indicativas de lo que está ocurriendo en la Convención.
Un mecanismo de defensa habitual en los seres humanos consiste en no explicitar algo que les podría resultar intolerable. El mecanismo de defensa consiste en cerrar los ojos y hacer como si esa característica no existiera. El sujeto calla lo que es obvio —que tal cosa es una tontería, que tal persona es un ignorante, que esa idea es descabellada— no para proteger a quien dice tonterías o es ignorante, sino para desviar un juicio que debiera recaer en él. Oculta el hecho no para cuidar a quien teje tonterías, sino para protegerse a si mismo evitando reconocer lo que tiene delante suyo y que, a sabiendas, permitió.
En el mil veces citado cuento de Hans Cristian Andersen el rey iba desnudo y el pueblo guardaba silencio y aplaudía como si el monarca fuera ricamente vestido; pero ello no era porque el pueblo fuera víctima de un engaño. El pueblo sabía que el rey iba desnudo y a pesar de eso lo obedecía.
Reconocer que iba desnudo hablaría mal de ellos, no del rey.
Sabían y por eso callaban.
Eso es más o menos lo que está ocurriendo con la opinión pública hoy día que asiste a todas esas ideas, muchas descabelladas y estrambóticas, como si todas fueran merecedoras de la misma consideración racional cuando todos saben, aunque lo callan, que se trata de iniciativas sin fundamento, que revelan cuanta improvisación e ignorancia hay en algunos convencionales a quienes, sin embargo, se ha confiado discernir los principios y reglas de una Carta Fundamental. En muchos de ellos y en muchas de las iniciativas que han presentado hay tonterías o ideas mal fundamentadas y casi siempre una confusión conceptual que en un estudiante universitario resultaría inaceptable. Reconocer eso en un grupo de convencionales es muy difícil y por eso se prefiere guardar silencio y negarlo para de esa forma —y esto es lo importante— no proteger a los convencionales sino a quienes los eligieron, es decir, a la ciudadanía en su conjunto.
Pero es obvio que del hecho que una persona haya sido elegida, no se sigue que sepa ejecutar el papel para el que lo eligieron o que tenga talento para hacerlo o siquiera la vocación de ejecutarlo. El problema es que muchas personas cuando son elegidas para un cargo tan importante como el de convencional, creen que ello les confiere la capacidad de ejecutarlo, o que están exonerados de estudiar y prepararse para realizarlo, o que todo lo que dicen en ese carácter es digno de consideración, cuando, como lo muestra la experiencia, muchas de las cosas que dicen, o que se les ocurren, son meras simplezas; aunque todo el mundo o casi todo el mundo haga como que se trata de cosas razonables y dignas de ser pensadas.
Pero hacen eso no porque no sepan que se trata de tonterías, sino como una forma (al igual que el pueblo que imaginó Andersen) de protegerse a sí mismos, de evitar la amarga conciencia de su propia realidad.