“Al andar se hace camino/ y al volver la vista atrás/ se ve la senda que nunca/ se ha de volver a pisar”. De estos versos de Antonio Machado proviene el título de un relato excepcional, escrito por el colombiano Juan Gabriel Vásquez, que se lee con fascinación. Con angustia y culpa, también.
“La literatura de los hijos” fue un rótulo muy útil para encabezar mesas redondas y proyectos culturales aquí en Chile; comienza a lanzar esquirlas cuando se piensa en relación con este libro. Empezamos a pensarlo no solo en relación con la dictadura chilena, sino en términos de Iberoamérica. A decir verdad, esa dimensión la teníamos ya con El hombre que amaba los perros, de Leonardo Padura. Historia estricta, ficción con personajes de verdad y otros no. Padura fue un gran campanazo (“alcachofazo”). Este libro de Vásquez también, solo que más angustioso. Me tuve que refugiar luego en unas largas sagas de la segunda guerra mundial, porque al menos por entonces no había yo nacido y no puedo atribuir a mi generación ninguna culpa de esos desastres. De estos sí, son los desastres de mi generación, la de los padres de estos hijos, de los abuelos de estos nietos. Los del mundo que les estamos dejando.
“El edificio de los chilenos”, de Macarena Aguiló, es una película notable de la década pasada: inteligente, compasiva, en un tono menor que mucho la favorece. Tiene que ver con los niños que quedaron en Cuba porque sus padres entraron clandestinamente a Chile. Los hijos, en el libro de Vásquez, quedaron en China y volvieron a la guerrilla en Colombia tras varios años de entrenamiento militar e ideológico. Cómo decirlo: en ambos se superponen las visiones generacionales. En ambos se aprecia el costo, el peso de las opciones de los padres en la vida de los hijos. Se ve la entrega total a un proyecto que se siente como heroico, hasta el punto que la vida humana, la propia y la de los otros, pierde todo valor. Sobre todo, se ve con total claridad que el paso del tiempo erosiona las creencias; que las realidades penosas y ambiguas se encargan de contradecirlas a lo largo de cada historia personal; que, si escogemos cumplir a rajatabla con lo que consideramos el destino propio, comprometemos seriamente el destino de otros. Hay una importante dosis de experiencia (de ambas generaciones) que todavía estamos procesando; por eso es conflictiva y dolorosa. Se hace camino al andar.
Los hijos saben recuperarse de sus padres, menos mal. (They f… you up, your mum and dad. They do not mean to, but they do, escribió Philip Larkin, mejor no traduzco.) Traen consigo un bagaje de experiencia adquirida desde un punto de vista que, generacionalmente, nos ha sido ajeno. Las obras que he mencionado interesan particularmente porque exploran los pliegues y complejidades afectivas e intelectuales de esa experiencia. Y porque —dale con la esperanza— permiten suponer que se ha aprendido mucho de ella. A ver si diciendo esto amaina la angustia que produce el libro de Vásquez