En un artículo de 1978, el gran jurista americano Lon Fuller se preguntaba por los límites de las decisiones judiciales. ¿Qué tipo de tareas sociales —se preguntaba— pueden asignarse adecuadamente a los tribunales y a otros organismos de adjudicación? ¿Cuáles son las líneas de división que separan dichas tareas de las que requieren un ejercicio del poder ejecutivo o que deben encomendarse a las juntas de planificación o a las corporaciones públicas? (L. Fuller and Kenneth I. Winston: The Forms and Limits of Adjudication. Harvard Law Review, Dec., 1978, Vol. 92, No. 2, pp. 353-409).
Reflexionar sobre ese tipo de preguntas es especialmente urgente en el Chile de hoy, atendida la tendencia de la Corte Suprema, en su Tercera Sala, a responderlas algo apresuradamente.
En efecto, cuando se atiende a algunos de los fallos que esa sala ha dictado —el último de los cuales dispuso que los propietarios y las autoridades deben colaborar entre sí para resolver el problema de quienes, por carecer de vivienda, ocuparon ilegalmente los terrenos de los primeros—, se llega a la conclusión de que en opinión de la Corte ella es apta, bajo las reglas del derecho vigente, para resolver, o guiar la forma de resolver, problemas sociales.
Se trata de un punto de vista que debe ser analizado críticamente.
Los juicios, en general, exigen de los jueces una perspectiva binaria, en los términos de Lon Fuller. Se trata de saber a quién le corresponde el bien en disputa a la luz del derecho vigente. Esto es lo que Aristóteles llamó muy tempranamente justicia correctiva. Una distribución de bienes puede ser alterada, explica Aristóteles, de dos formas (Ética nicomaquea, 1132ª). Una es mediante un intercambio voluntario; la otra mediante un intercambio involuntario. Un ejemplo del primer caso es un contrato; un ejemplo del segundo, un delito civil. Los jueces, a la luz del derecho vigente, corrigen las transferencias involuntarias o hacen cumplir las voluntarias. Si Pedro toma un bien de Diego sin que este consienta, la justicia correctiva obliga a devolverlo. Si Juan no cumple la obligación que convino, la justicia correctiva la hace ejecutar. Pero a los jueces no les corresponde lo que desde antiguo se llama justicia distributiva, es decir, determinar cuántos bienes le corresponden a cada uno con anterioridad a cualquier intercambio. Esto último es un asunto que no es propio del proceso judicial, sino de la política o la economía.
En los términos de Lon Fuller, las cuestiones de justicia distributiva son policéntricas. Podemos visualizar este tipo de situación, explica, pensando en una tela de araña. “Un tirón de una hebra distribuirá las tensiones según un patrón complicado en el conjunto de la telaraña. Si se duplica el tirón original no duplicará, con toda probabilidad, cada una de las tensiones resultantes, sino que creará un patrón diferente y complicado de tensiones”. Es lo que ocurre con la decisión de la Tercera Sala. Los jueces en ese caso, en vez de decidir la cuestión en términos binarios o de justicia correctiva (estableciendo quién tenía derecho a ocupar el terreno), lo resolvieron como si fuera un asunto de justicia distributiva, como si se tratara de decidir cómo resolver el problema habitacional. Es decir, resolvieron la cuestión más allá de los actores directamente involucrados hasta alcanzar a quienes diseñan y ejecutan políticas públicas. No resolvió la tensión, creó otra diferente y más complicada.
De mantenerse ese criterio por parte de la Corte, no es difícil imaginar lo que ocurriría si se pone a su cargo el control constitucional de un conjunto de derechos sociales. Si a propósito de la propiedad privada la Corte decide de manera policéntrica, es fácil predecir el resultado que se produciría si pudiera decidir acerca de derechos sociales explícitos. En ese caso no solo el control constitucional quedaría en manos de los jueces de la Corte Suprema, sino el diseño y evaluación de las políticas públicas. La justicia correctiva quedaría desplazada casi del todo por consideraciones de justicia distributiva. Y el derecho legislado —el que regula la propiedad, el contrato y los delitos civiles— podría hacerse rápidamente irrelevante.
Es probable que en estos casos la Corte Suprema actúe así supliendo la ineficiencia de las autoridades; pero eso no espanta el peligro institucional.
Un Estado democrático de derecho entrega las cuestiones de justicia distributiva al discernimiento de los ciudadanos en el proceso político. No las entrega al litigio judicial. No corresponde a los jueces interpretar el derecho vigente como si él los invitara a discernir quién debe tener qué. De entenderse así la tarea jurisdiccional, la justicia correctiva, el contrato y los derechos individuales quedarían definitivamente desplazados por consideraciones de pura justicia material al margen del debate público.
Carlos Peña