Frente a los rayados que se encontraron en la sede donde se prepara el nuevo gobierno (y que fueron prontamente borrados) la diputada Camila Vallejos declaró:
Totalmente legítima la forma de expresión, sobre todo en estos temas, pero esta sede es prestada -concluyó.
Prestada o no, poco importa ¿Acaso rayar La Moneda en el futuro sería correcto por el hecho que ella no sería prestada? Por supuesto que no. Y no porque haya que controlar la expresión, sino porque hay que cuidar los espacios públicos.
Y hoy se los está estropeando a pasos acelerados. Y lo que es de veras alarmante, no solo con rayados.
Basta recorrer la Alameda o las riberas del Forestal para apreciar que hay cientos de personas, de muy variada índole y condición, eso es seguro, que viven cotidianamente (y realizan todo lo que la cotidianidad reclama y el pudor sugiere ocultar) en el espacio público. Entre las paredes con grafitis y las bancas antes destinadas a sentarse, se encuentran hoy, a metros de La Moneda, de la universidad, del centro cívico, carpas y habitaciones precarias donde personas movidas por la necesidad han decidido instalarse. No lo hacen con conciencia de ilicitud, sino como quien ejerce un derecho obvio del que se es titular.
El fenómeno parece ser el revés de la explosión de comercio ambulante e informal que -no vale la pena engañarse- no está estimulado por el aguijón de la pura necesidad, sino que también tras él ha de haber una organización industrial que lo promueve y lo organiza.
Y a todo ello se suma una creciente agresividad, como si las personas hubieran de pronto adquirido conciencia de que en algunas calles y en algunos momentos impera la ley, solo que se trata de la ley de la selva (alguna vez, a fines de la dictadura, el Cristo del Elqui diagnosticó: “este país es una buena plasta/ aquí no se respeta ni la ley de la selva”).
Y todo esto no es un asunto de simple orden o limpieza. Lo que ocurre es que el espacio público (ese ámbito donde se desenvuelve la vida colectiva y se ejercitan las virtudes que la constituyen) se expresa física, materialmente, en parques, plazas, calles. Entre el sentido simbólico de lo público y su realidad física median relaciones muy estrechas. Porque el espacio público quiere reflejar una memoria común, hay en él estatuas y conmemoraciones; porque en el espacio público se ejercita una condición de igualdad, nadie puede apropiárselo; porque el espacio público quiere expresar virtudes, se lo ordena, se lo limpia y se lo embellece.
Justo lo opuesto de lo que está ocurriendo.
Por supuesto hay detrás de todo esto problemas de necesidad y de justicia que urge resolver; pero al mismo tiempo hay que ocuparse del espacio público, evitar que se lo envilezca y se le maltrate y se le invada y se le ensucie. Y esto último es tan urgente como lo primero. Y la razón es sencilla. Una de las más viejas lecciones de ética (está en Aristóteles) es que las virtudes complejas como el respeto, se aprenden ejercitando virtudes básicas como saludar, dar la preferencia a ciertas personas, etcétera. Pues bien, lo mismo ocurre con las virtudes cívicas que están a la base de la vida democrática. Estas son virtudes complejas, suponen saber desenvolverse en la esfera pública esgrimiendo razones, escuchando y evaluando las ajenas, etcétera. Pero ellas se aprenden y cultivan ejercitando virtudes más básicas que deben reflejarse en la materialidad de los espacios públicos. Un espacio público al que se deja arruinarse o envilecerse como está ocurriendo en Santiago, no es solo un despilfarro material: tarde o temprano lo sigue (o lo que es peor lo acompaña) un deterioro y un envilecimiento de la vida cívica.
No cabe duda de que hay razones para ocuparse de esas personas y atender sus necesidades más básicas (y si las razones de justicia no bastaran, puede agregarse que incluso sería eficiente hacerlo); pero al mismo tiempo hay que tomar conciencia de esa dimensión simbólica que poseen los espacios públicos, una dimensión que hasta ahora a nadie o a casi nadie parece importarle mientras se expande por parques, plazas y calles.
Parques, plazas y calles que no son prestados, claro, pero eso -al contrario de lo que insinúa la diputada Vallejo- hace el asunto peor.